Del libro de relatos "UNOS CUENTOS"
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Fotografía del autor
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–Yo
señor, sé que no soy un vampiro. Es un deseo irrefrenable el ver a
una mujer y tener que hincarle el diente en la yugular –derecha
o izquierda, que no tengo manías– y
beber el caliente líquido hasta que ésta deja de apretar mis brazos
y la espicha. Entonces espero a que resucite sin ningún tipo de
esperanzas: espero minutos, horas y nada. Una vez me tiré días de
brazos cruzados ante el cadáver y tuve que levantar el vuelo porque
el tufillo ya era considerable.
»Usted
como psiquiatra comprenderá. Porque sé que no soy un vampiro ni
estoy loco, pero llegado el momento la euforia me obnubila y sólo
veo sangre y pierdo mi identidad sin saber quién ni qué soy.
Pasados unos días comienzo a recuperarme siendo consciente que he
hecho mal, que he sesgado la vida de una mujer preciosa. Pero
comprenda, doctor, que no me gustan las feas y los hombres me dan un
poco de asco. Qué le vamos a hacer, no lo puedo remediar. Para eso
estoy aquí tumbado gastándome las pelas,
intentando buscar su ayuda y comprensión.
»La
verdad sea dicha, la primera vez fue desastrosa. Salí del cine de
ver una de Drácula.
Nunca hasta entonces había tenido la necesidad de emular al gran
maestro pero hay algunas pelis
que marcan. Me acerqué a una chica que había estado sentada a mi
lado, y por cuestiones que no vienen a cuento explicar ahora,
conseguí irme con ella a su casa. Tenía una copa en mi mano
izquierda, con la otra tuve la habilidad de despojar a la chica de la
parte superior de su ropa. La besé, lamí sus pechos erectos, subí
por su hombro y ya a la altura del cuello abrí la boca casi hasta
desencajarme la mandíbula clavando mis caninos con la mala suerte de
toparme con una gran cadena con la que creí haber perdido los piños.
Ella que apenas había sufrido un rasguño, saltó sobre mí y
pegándome una gran somanta de palos consiguió echarme de su casa
entre los más variopintos improperios.
»La
segunda vez no se me presentó mejor. Ante el temor de encontrarme
otra gran cadena, me fijé mejor en el hermoso cuello hallando una
cadenita. Ataqué por la retaguardia. Cuando estaba a punto de
apartarla descubrí que pendía de ella un pequeño y plateado
crucifijo que me cegó por unos segundos. Grité y salí corriendo
hacia la salida. Ya ve doctor, yo que no soy un verdadero vampiro
huyendo como un poseso por un pequeño e insignificante crucifijo.
»Pero
el tiempo me fue dotando de una experiencia con la que conseguí ser
alguien en este delicado pero agradecido oficio de chupador de
sangre. Y si tanto me gusta este oficio ¿por qué acudo a usted?,
seguro que se lo estará preguntando. Pues bien, a esto le respondo
que quiero dejarlo. Tengo miedo al presidio, al rechazo social, al
ridículo. Desconozco si la policía me sigue los pasos pero sé que
si continúo no tardaré en ser trincado. Por lo tanto espero de
usted que guarde el secreto profesional igual de bien que guarda el
virgo un niño de ocho años.
El psiquiatra se
levantó de su asiento. Comenzó a andar de forma pausada de un lado
a otro, pensativo. Sólo se escuchaban los pasos que resonaban por
toda la estancia llena de diplomas. Carmelo lo observaba tumbado
desde el diván: era un hombre extremadamente pálido, de ojos
sanguíneos y penetrantes, alto y delgado pero corpulento.
–Dentro
de un rato –habló por fin el psiquiatra–
verás el mundo de otra forma. No tendrás ese miedo que dices al
ridículo ni al rechazo social. Permíteme que te sea sincero pero
eres un completo desconocedor sobre la materia: ni tiene por qué ser
una mujer bonita, ni debes hacer ascos a los hombres ya que no se
trata de seducir si no… ¡de simple supervivencia! –dijo
esto último mientras se abalanzaba violentamente sobre Carmelo.
Un gran reguero de
sangre oscura comenzó a manchar el diván. El psiquiatra soltó el
cuello de su presa. Miró el reló de la sala y subió la persiana
con cautela asegurándose que ya había anochecido. Abrió la ventana
y dando un gran salto descendió tres pisos en busca de más comida.
* * *
Cuando Carmelo abrió
los ojos tuvo una sensación extraña: algo así como que no era él.
Al ver toda aquella sangre que era la suya no tuvo miedo como sería
de esperar. Muy al contrario, le inundó un estado de serenidad del
que jamás había gozado y supo en aquel justo momento que todos
aquellos temores que dictaban el orden habitual de su vida quedaban
ahora desvanecidos para siempre, transformados incluso, en algo de lo
que sentirse orgulloso.