21 diciembre, 2010

Navidad, Navidad, dulce Navidad...

Fotografía del autor




Se aproximan las fechas navideñas aunque ya hace casi dos meses que nuestras calles fueron vestidas de luces. En los supermercados han sido desplazados de las estanterías los productos habituales por los turrones y otros dulces típicos; los jamones decoran las paredes, los corderos las cámaras frigoríficas, y los mariscos han preferido pasar estas fiestas en la pescadería que en su mar natal.


El otro día vi a un vendedor de la O.N.C.E. disfrazado de Santa Claus, lo cual me espantó, porque este señor con rizos y espesa barba blanca no es muy de mi agrado: no teníamos suficiente con terminar de liquidar nuestra paga extra haciendo de Reyes Magos, para encima importar costumbres lejanas pero igualmente costosas.

En los días señalados llegarán las cenas opíparas (como circunstancia personal diré que es cuando menos apetito tengo, seguramente porque temo lo que se avecina) y no apetece hacer los preparativos: todos los entrantes, primeros y segundos platos más las bandejas rebosantes de turrones y nueces, ocupan toda la tarde teniendo que apresurarte especialmente en Noche Vieja, por aquello de no terminar cenando con un año más en el calendario. Mientras tanto llega a la cocina el sonido lejano de los programas especiales de televisión; todos los años iguales: famosos que cantan o lo intentan, algún programa de humor... y lo peor de todo, las galas interminables que hay después de las uvas en todos los canales y que, para mayor inri, será repetida al día siguiente en plena resaca.

Pero de momento, mañana será el sorteo de la lotería, e iré raudo y veloz hacia el televisor para ver si he sido uno de los afortunados. Después, ante mi desolación por no haber sido así, veré la alegría de los demás en las noticias que lucirán su cupón ante las cámaras. En fin, mi enhorabuena a todos ellos y feliz Navidad para el resto.

13 diciembre, 2010

El chupador de sangre

Del libro de relatos "UNOS CUENTOS"

Fotografía del autor

Yo señor, sé que no soy un vampiro. Es un deseo irrefrenable el ver a una mujer y tener que hincarle el diente en la yugular derecha o izquierda, que no tengo manías y beber el caliente líquido hasta que ésta deja de apretar mis brazos y la espicha. Entonces espero a que resucite sin ningún tipo de esperanzas: espero minutos, horas y nada. Una vez me tiré días de brazos cruzados ante el cadáver y tuve que levantar el vuelo porque el tufillo ya era considerable.
»Usted como psiquiatra comprenderá. Porque sé que no soy un vampiro ni estoy loco, pero llegado el momento la euforia me obnubila y sólo veo sangre y pierdo mi identidad sin saber quién ni qué soy. Pasados unos días comienzo a recuperarme siendo consciente que he hecho mal, que he sesgado la vida de una mujer preciosa. Pero comprenda, doctor, que no me gustan las feas y los hombres me dan un poco de asco. Qué le vamos a hacer, no lo puedo remediar. Para eso estoy aquí tumbado gastándome las pelas, intentando buscar su ayuda y comprensión.
»La verdad sea dicha, la primera vez fue desastrosa. Salí del cine de ver una de Drácula. Nunca hasta entonces había tenido la necesidad de emular al gran maestro pero hay algunas pelis que marcan. Me acerqué a una chica que había estado sentada a mi lado, y por cuestiones que no vienen a cuento explicar ahora, conseguí irme con ella a su casa. Tenía una copa en mi mano izquierda, con la otra tuve la habilidad de despojar a la chica de la parte superior de su ropa. La besé, lamí sus pechos erectos, subí por su hombro y ya a la altura del cuello abrí la boca casi hasta desencajarme la mandíbula clavando mis caninos con la mala suerte de toparme con una gran cadena con la que creí haber perdido los piños. Ella que apenas había sufrido un rasguño, saltó sobre mí y pegándome una gran somanta de palos consiguió echarme de su casa entre los más variopintos improperios.
»La segunda vez no se me presentó mejor. Ante el temor de encontrarme otra gran cadena, me fijé mejor en el hermoso cuello hallando una cadenita. Ataqué por la retaguardia. Cuando estaba a punto de apartarla descubrí que pendía de ella un pequeño y plateado crucifijo que me cegó por unos segundos. Grité y salí corriendo hacia la salida. Ya ve doctor, yo que no soy un verdadero vampiro huyendo como un poseso por un pequeño e insignificante crucifijo.
»Pero el tiempo me fue dotando de una experiencia con la que conseguí ser alguien en este delicado pero agradecido oficio de chupador de sangre. Y si tanto me gusta este oficio ¿por qué acudo a usted?, seguro que se lo estará preguntando. Pues bien, a esto le respondo que quiero dejarlo. Tengo miedo al presidio, al rechazo social, al ridículo. Desconozco si la policía me sigue los pasos pero sé que si continúo no tardaré en ser trincado. Por lo tanto espero de usted que guarde el secreto profesional igual de bien que guarda el virgo un niño de ocho años.
El psiquiatra se levantó de su asiento. Comenzó a andar de forma pausada de un lado a otro, pensativo. Sólo se escuchaban los pasos que resonaban por toda la estancia llena de diplomas. Carmelo lo observaba tumbado desde el diván: era un hombre extremadamente pálido, de ojos sanguíneos y penetrantes, alto y delgado pero corpulento.
Dentro de un rato habló por fin el psiquiatra verás el mundo de otra forma. No tendrás ese miedo que dices al ridículo ni al rechazo social. Permíteme que te sea sincero pero eres un completo desconocedor sobre la materia: ni tiene por qué ser una mujer bonita, ni debes hacer ascos a los hombres ya que no se trata de seducir si no… ¡de simple supervivencia! dijo esto último mientras se abalanzaba violentamente sobre Carmelo.
Un gran reguero de sangre oscura comenzó a manchar el diván. El psiquiatra soltó el cuello de su presa. Miró el reló de la sala y subió la persiana con cautela asegurándose que ya había anochecido. Abrió la ventana y dando un gran salto descendió tres pisos en busca de más comida.

* * *

Cuando Carmelo abrió los ojos tuvo una sensación extraña: algo así como que no era él. Al ver toda aquella sangre que era la suya no tuvo miedo como sería de esperar. Muy al contrario, le inundó un estado de serenidad del que jamás había gozado y supo en aquel justo momento que todos aquellos temores que dictaban el orden habitual de su vida quedaban ahora desvanecidos para siempre, transformados incluso, en algo de lo que sentirse orgulloso.

05 diciembre, 2010

Pisando fuerte

Fotografía del autor


Llega la primera y tal vez tardía nevada del invierno. Tras caer durante todo el día estos copos de tamaño considerable sin conseguir que cuajen, los sucede la lluvia que hace aumentar cuatro o cinco grados la temperatura. Las hojas caídas vestigios del pasado otoño, causan resbalones; pero el mayor peligro está en las alcantarillas y rejillas que como las pises estás perdido. Hace mucho frío y bañan las calles de sal para evitar estos resbalones que producen nieve y heladas; pero cuando cesan, la sal mojada persiste causando prácticamente los mismos efectos. Luego llega la desconsideración de algunos conductores que van a toda velocidad y te empapan de arriba abajo al pasar por tu lado.

Cuando el suelo es una alfombra de nieve, es gracioso ver como anda la gente: unos dar fuertes pisotones, otros posan el pie con delicadeza y la mayoría buscan las pisadas de los que se aventuraron antes por estos lugares. Según transcurre el día, la nieve virgen de las aceras torna a un aspecto negruzco ya transformada en hielo. Éste es el momento más delicado para transitar las calles, por lo que si las puedes evitar, es mejor contemplar el espectáculo a través de la ventana de tu salón acogedor. Los conductores circulan con miedo y los vehículos en ocasiones se deslizan sin ningún tipo de control asemejándose a gráciles bailarinas.

Pero hoy la nieve no ha causado semejantes estragos. La gente tan sólo se ha visto obligada al uso de gorros, guantes y bufandas para intentar preservar el calor. Los paraguas también aparecen en escena aunque de poco sirven cuando los copos de nieve juguetean con el aire y terminan colándose por todos los lados. Y los niños, ya han perdido toda ilusión por disputar batallas con bolas de nieve.