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Alfonso contempló el paisaje desde tan alto: los árboles que desde abajo parecían gigantes que alargaban sus corpulentos brazos para tocar el cielo, ahora se transformaban en enanos achaparrados, aplastados a la tierra, encogidos como si tuvieran un dolor de barriga. El conjunto de la ciudad parecía traspasar el horizonte; no supo muy bien dónde terminaba. El ladrido del perro llegó lejano a sus oídos; el bullicio de la mañana se transmutó en el canto de la chicharra. El humo de las escasas chimeneas en activo, acariciaba sus narices para seguir ascendiendo hasta perder su forma.
Y los hombres discutían como lo hacen siempre; los coches pitaban; los carteristas sustraían las carteras con sigilo; los ladrones amenazaban con navajas; éstas traspasaban la carne en mano de los asesinos; los violadores babeaban sobre sus asustadas víctimas; los empresarios despedían a los empleados sin piedad con un gesto severo, hiriente y ridículo como lo hacen siempre... Pero ahí arriba se respiraba calma. Aquello que podía advertir Alfonso lo hacía como Dios, impasible, como si no fuese con él. Respiró la calma. Y todo se sucedía así, normal, como cualquier día; pero visto desde arriba, desde mucho más arriba a lo que acostumbraba.
Cuando se arrojó al vacío reparó en el error que estaba cometiendo: mientras el viento azotaba todo su ser, todo aquello por lo que había decidido quitarse la vida se acercaba ahora con pavor cada vez más deprisa; más y más deprisa.
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