DEL LIBRO DE RELATOS "UNOS CUENTOS"
Al levantarse de la cama, Daniel tuvo hambre. Así que se preparó una buena taza de café con leche y arrasó con gran parte de la bollería industrial que guardaba en la despensa. Cuando terminó se encendió un cigarrillo que fumó a grandes bocanadas. Después espachurró en el cenicero la colilla que pasados unos minutos todavía seguía expeliendo un desagradable olor a quemado, hasta que se puso negra y terminó por apagarse. Se dirigió al servicio arrastrando por el pasillo las zapatillas con las suelas decoradas de la pelusa que iba recogiendo por toda la casa.
Cuando terminó de asearse, alguien llamó al timbre de la puerta. Daniel torció el gesto ante tal impedimento, porque si no espabilaba llegaría tarde al trabajo. Así que fue velozmente hacia la entrada con el pijama todavía puesto. Observó por la mirilla pero no pudo distinguir a nadie: quien fuese estaba demasiado cerca de la puerta.
–¿Quién es?
–Somos de las pompas fúnebres –respondió alguien al otro lado.
–¡De las pompas fúnebres! Se han equivocado, aquí no ha ocurrido ninguna desgracia.
–Ya empezamos... –pudo oír como un susurro–. Venimos a retirar el exitus de don Daniel Bravo.
–Pero ¿qué clase de tomadura de pelo es ésta? –dijo enfadado mientras abría la puerta–. ¡Por su culpa voy a llegar tarde al...!
Daniel tuvo que parar la reprimenda en seco al ver aquella pavorosa escena. No pudo contener un pequeño grito aspirado al ver a los miembros de la funeraria: dos esqueletos vestidos con unos trajes negros y unas corbatas del mismo color bien ceñidas a sus cervicales.
–Lo mejor será que no discutamos sobre este asunto aquí en las escaleras –propuso uno de los elegantes esqueletos.
Daniel seguía observando fijamente aquella escena, paralizado, creyendo que aún no había despertado completamente. Los esqueletos cargaron con el ataúd y se dispusieron a hacerlo entrar en el piso.
–Con su permiso –dijo uno de ellos–. No es muy apropiado dejar esto aquí afuera... Apártese un segundito no le vayamos a lastimar. Muchas gracias, muy amable.
Daniel tragó saliva, y en vez de salir corriendo decidió meterse en su casa y aclarar el asunto con aquellos señores que al fin y al cabo, pese a su aspecto, parecían de trato cortés. Así que cerró la puerta tras de él, produciendo un ruido sepulcral como el golpe de una losa.
–¿Qué... qué quieren de mí?
–Es usted el señor don Daniel Bravo, ¿cierto?
Daniel quedó unos segundos en silencio pensando si lo más adecuado era decir la verdad.
–Sí –dijo por fin.
–Pues entonces, como ya le dijimos anteriormente, no nos queda más remedio que llevárnoslo. Comprenda que ése es nuestro deber...
–¿Pe... pero no ven que estoy vivo?
–Por favor, caballero, no nos lo ponga más difícil. Entendemos que aún no asimile su desgracia, pero cuantas más trabas nos ponga más tarde acabaremos nuestro trabajo y más escabroso le resultará todo esto a usted. Intente comprendernos, caballero. Ahora no se preocupe lo más mínimo y quédese donde está que nosotros le trasladaremos hasta el ataúd.
Los dos esqueletos se acercaron a Daniel, despacio, como intentando no asustarle. Cada uno le agarró de un brazo mientras le daban palabras de aliento.
–¡Dé... déjenme en paz! Suéltenme les digo –dijo esto último quejumbroso, como un murmullo sin fuerzas.
–Usted no entiende... Déjenos hacer nuestro trabajo.
El timbre de la puerta hizo girar a los tres la cabeza que ahora sonaba como intentando hacer despertar a Daniel de aquella terrible pesadilla.
–¿Se da cuenta? –dijo uno de los miembros de la funeraria– nos van a llamar la atención por hacer tanto ruido. Ande, tranquilícese, ya voy yo a abrir la puerta.
Un hálito de esperanza se instaló en el gesto de Daniel al ver a su madre al otro lado de la puerta. El dedo descarnado del trabajador de las pompas fúnebres señaló a Daniel y la madre, llorando, fue corriendo hacia él hasta que por fin lo pudo abrazar.
–¡Ay, hijo, qué desgracia!
–¡Haz algo mamá! ¡Sácame de aquí!
–¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! He intentado venir lo antes posible cuando me he enterado. ¡Qué disgusto, Señor!
–Pero ¿qué diablos dices, mamá? ¿Tú tampoco te das cuenta de que estoy vivo? ¡Sácame... sácame de aquí!
–...mira que te lo advertía: hijo, no fumes tanto. Bebes demasiado. Tienes que cuidarte más, Daniel. Pero tú nada, como si no escuchases... Y las comidas tan fuertes que te metías para dentro, ¿qué me dices de eso? Pero tú dale que te dale...
Daniel quedó trastornado, pero sacando fuerzas de flaqueza, consiguió levantarse de la silla en donde había tomado asiento y salió corriendo hacia la puerta. Intentó girar el pomo pero éste no cedió. Uno de los esqueletos le mostró la llave. Ante aquella adversidad fue hacia una de las ventanas, pero en cuanto vio la altura recordó que vivía en un 5º. La fuga no era posible, estaba encerrado sin ningún tipo de esperanza. Apoyado en una pared se fue desmoronando lentamente hasta que terminó sentado en el suelo, sudando, recuperando poco a poco la respiración y con la mirada que tanto había cautivado a las mujeres, ahora perdida en la nada.
Los miembros de la funeraria avanzaron hacia él sin ningún tipo de prisas. Mientras uno le cogió por debajo de los brazos, el otro lo hizo por debajo de las rodillas. No sin poco esfuerzo, se lo llevaron hacia el ataúd con el continuo lloro de fondo de la madre que ahora se hacía notar más. Pusieron la tapa del ataúd y a Daniel se le hizo la oscuridad.
–No se preocupe, señora, en el tanatorio podrá volver a ver a su hijo si lo desea.
Cargaron con el ataúd y lo bajaron cuidadosamente por las escaleras procurando no tropezar. Al pasar por el portal, se apiñaban los vecinos con sus miradas curiosas que iban apartándose al paso de la comitiva. De cuando en cuando salía del interior de éste algún ruidillo que se apagaba entre las paredes de cinc. El portero volvió a dar el pésame a la madre mientras bajaba la vista.
Era aquélla una mañana cálida que prometía un buen día cuando introdujeron a Daniel en el coche fúnebre. El motor se puso en marcha; el destello de un intermitente hizo que algunos vecinos se metieran nuevamente en sus casas o se dispusieran a marcharse a sus trabajos, o a la compra, o a por la prensa. El coche ya no era más que uno de los muchos que circulaban por ahí esa hora punta.