27 enero, 2011

Encarcelados en la calle

Fotografía del autor


Una mirada triste, llena de indiferencia, se ha cruzado con la mía. Ese hombre rebusca entre los cubos de la basura sin ningún tipo de escrúpulo. Mira de soslayo con cierta desconfianza y le correspondo de la misma forma.

Las colas que hay en los albergues rebosan de personas que llevan esperando toda la tarde. Muchas quedarán fuera y la esperanza de dormir caliente y llevarse una cucharada de sopa a la boca esa noche, está en la mente de todos. Y a la mía llegan recuerdos de cuando presté el Servicio Militar en la Cruz Roja: había un albergue vecino y llegaban en oleadas, de forma constante, mendigos que solicitaban medicamentos, cualquier tipo de pastillas que les ayudase a soportar los horrores de la calle. Pero evidentemente no dábamos nuestro brazo a torcer por lo cual éramos increpados con los más surtidos insultos. En más de una ocasión teníamos que acudir al albergue con la ambulancia, para llevarnos al hospital a alguna de aquellas personas por abuso de drogas, por ausencia de éstas, o por enfermedades comunes que a ellos se los llevan para el otro barrio. Y créanme que es duro, muy duro, ver salir una lágrima por uno de estos ojos llenos de tristeza, mientras tumbados en la camilla, declinan la cabeza en un acto de resignación.

Ya se ha echado encima la noche y hace frío, mucho frío... Gente desamparada, sin un techo, sin más abrigo que unos cartones, duerme tirada por las calles húmedas y peligrosas. Los más privilegiados han conseguido colarse en el cajero de algún banco, aunque tal vez su sueño sea truncado por alguien para hacerlos retornar al exterior gélido.

Probablemente algunos no resistan a esta noche. Morirán de forma anónima sin ni siquiera ser mencionados en los medios de comunicación. Estos sucesos ocurren todos los días y no le interesa a nadie. Luchan por sobrevivir y hoy tal vez lo consigan, pero, ¿quién sabe si mañana será así? ¿Quién tiene la certeza que dentro de dos días no amanecerán en la cámara frigorífica de un hospital o de un tanatorio? Sin un nombre, sin una familia en muchos casos para poder comunicar el triste deceso. Tan sólo una etiqueta colgada de un tobillo como si se tratase del precio que le ponen a un maniquí...

20 enero, 2011

Un día de compras


Fotografía del autor


Han llegado las rebajas. Las colas se acumulan en las entradas de los grandes almacenes aún cerrados. Se abren las puertas y una estampida de gente entra, seguramente, con una estratagema urdida de tanto tiempo esperando en la calle. "¡Aquella, aquella estantería es la mía! ¡Tengo que llegar el primero! Ya está a mi alcance aquella prenda delicada. Qué suave parece; qué colores más bonitos". Y cuando las manos casi la acarician, se adelantan otras arrebatándola para siempre. Comienzan las discusiones, se empecinan las dos personas y se sumergen en un ritual de insultos.

La gente compra compulsivamente llegadas las rebajas. Lo que debería ser para ahorrarse un dinero, se convierte para algunos en gastarse gran parte del sueldo. Y no nos engañemos, la ropa suele ser por lo general de peor calidad y mal gusto, que es lo que venimos llamando unos trapos. Y cuando encontramos un artículo que vale la pena y con un buen descuento, no puedo menos que pensar que, o nos engañaban antes o bien lo hacen ahora. Son comerciantes y si ponen algo a un precio es porque van a tener ganancias. No caigamos en el error de que hemos encontrado una ganga y por lo tanto está regalado; nadie regala nada ni da duros a pesetas. Nos intentan convencer que todo es de temporada cuando realmente lo desempolvan de los almacenes en la mayoría de los casos; por lo que, por poco que saquen, ya es mejor que si lo hubiesen tenido allí como alimento para las polillas.

Los letreros anunciando las rebajas en todos los idiomas posibles, ocupan los escaparates de las tiendas, pero el otro día había una niebla espesa y no podía ver las susodichas rebajas por ningún sitio. Me adentré por lo tanto en un local en busca de los artículos de los que hacían hasta un 70% de descuento; y sí, los encontré, pero ni regalado me pondría nada de aquello.

En definitiva, señores, prefiero pagar un poquito más y comprar menos cantidad, e ir a gusto por la calle. Si encuentro algo que me convenza, perfecto, si no, esperaré sin mayor problema que nunca fui de estar todo el día metido en tiendas. Y me evitaré apretones, empujones y largas colas para terminar por ver la cara de espanto de la pobre cajera desbordada, desquiciada y seguramente mal pagada.

09 enero, 2011

Goodbye!

Fotografía del autor


Ya no se puede fumar en ningún espacio cerrado. ¿Quién devolverá a los restaurantes y bares el dinero invertido en mamparas para dividir espacios entre fumadores y no fumadores? ¿Qué será ahora de estos negocios donde la gente únicamente pretendía pasar un momento de ocio?

En las cercanías a centros sanitarios, tampoco está permitido y a sus empleados les tiemblan las manos pasadas unas horas (hoy no me fiaría de ser intervenido por un cirujano fumador). Y si nos quejábamos del trato recibido en la Seguridad Social, a partir de ahora no me lo quiero ni imaginar; este trato se extenderá seguramente a los hospitales privados y por lo tanto dará comienzo la lluvia de despidos. No es necesario ser muy observador para darse cuenta que la gente está más irascible desde el 2 de enero. Tal vez, cuando pase el tiempo, todo este mal humor torne a sus cauces gracias a la costumbre. Tal vez las consecuencias no sean tan catastróficas, pero ya me ha comentado una compañera de trabajo que han despedido a dos personas de un bar porque el dueño sabía que el volumen de clientes iba a ser menor. Tal vez en el futuro todos seamos más felices, pero ahora echamos humo y no precisamente por la boca.

Todos somos conscientes que fumar es muy perjudicial para la salud. ¿Pero no es probablemente más perjudicial el humo de los coches y de las fábricas que pueblan nuestras ciudades y del cual no podemos escapar? ¿Por qué no toman medidas a este respecto? ¿Por qué no introducen coches eléctricos o que funcionen con gas? Es evidente que las decisiones se toman por los intereses creados; pero ésta no se debería haber tomado nunca en estos días de paro. No pueden poner en peligro los puestos de trabajo de tantas personas, no en estos días de tal inestabilidad económica. Y muchos pensarán que soy un exagerado, otros, que un conspiranoico, y espero que lleven razón, pero tiempo al tiempo porque jamás he visto los bares tan desolados y nuestras aceras tan llenas de colillas.

Ante todo lo que ha de imperar es el respeto a los demás: no creo que esté prohibido fumar en una parada de autobuses, pero los fumadores se deben concienciar que si lo hacen molestarán a las personas que tienen a su alrededor. Otro ejemplo: si fumas en una playa no entierres la colilla en la arena porque cuando yo me tumbe allí, quiero ese lugar inmaculado. Si muchas cosas salieran de nosotros mismos, posiblemente no nos prohibirían tanto.

02 enero, 2011

El vendedor ambulante de libros

Fotografía del autor



Hace pocos días entró en mi casa un vendedor ambulante de libros, trajeado y con un pelo engominado que en los años 90 hubiese sido moderno. Serían las doce cuando me lo encontré allí hablando con mi familia. La cosa empezó con buen pie: tras las presentaciones oportunas, volví a bajar a la calle para hacer unas fotocopias de un relato que quería presentar a un concurso. Podría haberlas hecho otro día como tenía pensado, pero me sirvió de excusa para escurrir el bulto; reconozco que nunca he tenido ganas de que alguien intente convencerme de algo cuando soy capaz de elegir por voluntad propia. Llegué de hacer las fotocopias esperanzado de no encontrarme al vendedor de libros en mi casa, pero allí seguía habla que te habla. Y en ese justo instante se torció todo: me pilló por banda y me soltó el mismo rollo que seguramente le había soltado a mi familia (a los cinco segundos ya estaba solo con él). Que si eran unas enciclopedias maravillosas en papel cuché, que si estaban valoradas en casi 5000 euros y me dejaba dos de ellas en menos de 2000... Las palabras entraban por un oído y por desgracia no salían por el otro, quedaban apresadas entre mis sesos estallando entre éstos momentos después. Aquel tío había conseguido levantarme dolor de cabeza. Yo le decía que no era posible, algo así como que la crisis también había entrado en mi hogar, y él que los casi 40 euros mensuales que costaba aquella maravillosa y premiada enciclopedia, no conducían a nada: "Fíjate, ahora he tenido que pagar por estacionar el coche", decía. "Esta obra te sale por lo que vale un café al día. ¿Me quieres decir por lo tanto, que no tienes para un café? Pues mira, no me lo creo. Si tú me dices que voy ha hacer un estrago en tu economía, yo me levanto ahora mismo de esta silla y me voy de tu casa. Pero no, no lo voy ha hacer porque sé que tienes ese euro para un café". "Pero Dios mío", pensaba yo "si eso es lo que quiero, que te marches de una santa vez y me dejes tranquilo". "A ver", decía él mientras cogía un impreso "¿Qué enciclopedias quieres? Bueno, da lo mismo... La de las profundidades marinas y la de historia que están muy bien. Tu nombre y apellidos son... tu D.N.I. es... el domicilio es... tu número de cuenta es...". Y en ese momento apareció mi mujer como por arte de magia, mi salvadora, y pude respirar profundamente. "Que no", intervino ella; "que ya le hemos dicho que no vamos a comprar nada". Aquello me sirvió de excusa para desaparecer sigilosamente e introducirme en el dormitorio. Yo, como un masoquista, oí como rasgaban un papel: "Bueno, entonces anulamos la compra. De verdad que me marcho muy apenado por no haber aprovechado esta oportunidad irrepetible. ¡¿Ves cómo son las mujeres, David?! ¡Te han dejado sin la obra que tanto te gusta! ¡Bueno, bueno, en otra ocasión será!". Y así desapareció por la puerta aquel hombre, que, al fin y al cabo, debería tener agujetas en la lengua para nada, seguramente una vez más, en su carrera de vendedor ambulante de libros.