29 noviembre, 2010

Monopatines

Fotografía del autor


Aquí en Madrid, nuestras plazas han sido tomadas por los monopatines. Ya no se puede pasear por ellas con la tranquilidad de no ser arrollado por uno de estos artefactos que van destrozando bancos y oídos. En más de una ocasión, he tenido que apartarme o desviar del cochecito de mi hijo pequeño para evitar un accidente. No les vale con los lugares habilitados para tal fin y lo peor de todo es que el ayuntamiento no hace nada por evitarlo.


Las aceras han de ser para los transeúntes; las carreteras para vehículos con motor. Y menos mal que parece ha desaparecido, aquella moda impuesta hace unos años de ir enganchado en la parte trasera de un autobús con uno de estos monopatines (no sé si para ahorrarse el billete), donde no sólo se ponían ellos en peligro si no también a todos los que estaban a su alrededor.

En muchos casos no se puede hablar de chiquilladas: es sorprendente cuando ves a un ganso barbudo y con el pelo en pecho encima de una de estas tablas rodantes, luciendo bermudas tobilleras. Pasan por tu lado rozándote, con una mirada burlesca y desafiante y, claro, no puedo menos que esbozar una disimulada sonrisa cuando en ciertas ocasiones van a parar contra los duros adoquines que conforman el suelo.

Al fin y al cabo, no deja de ser una cuestión de educación: todo el mundo podría hacer lo que quisiese siempre y cuando primase el respeto, ese respeto que hoy en día está en vías de extinción. Porque créanme, yo también he sido un adolescente y jamás he faltado el respeto, ni me he metido con un anciano, ni les he empujado como estos ojos míos han visto. Una cuestión de educación...

Pero me he desviado del tema; yo estaba escribiendo sobre los usuarios de los monopatines y he terminado por referirme a los empujones a los pobres ancianos. Aunque eso sí, todo está relacionado con la educación: ésa que han de impartir los padres, los profesores, la sociedad en definitiva, que cada día nos exige más pero curiosamente saca menos de nosotros.

20 noviembre, 2010

Así comienza la obra de teatro "EL HOMBRE TUMBADO"

Fotografía del autor 




ACTO I
El escenario está libre de decorados. Tan sólo eso, un escenario.



PRIMERA PARTE
ESCENA I

(Hay un HOMBRE TUMBADO de pelo largo y cano y barba de tres días, en el centro del escenario.Viste camisón y sus pies están descalzos. Su aspecto es el de un cadáver. Decúbito supino, tieso y blanco como la leche, descurbre su rostro retorcido. ADRIÁN y CIRO entran en escena.)
ADRIÁN.-Mira, un hombre muerto.
CIRO.-¿Dónde?, no veo ningún hombre muerto.
ADRIÁN.-Allí.

(CIRO sigue sin advertirlo.)

ADRIÁN.-(Señalando.) Allí.
CIRO.-¡Ah!, ya lo veo.
ADRIÁN.-Vamos.

(Se sientan los dos al lado del HOMBRE TUMBADO, mirando hacia el público.)

CIRO.-(Agita al HOMBRE TUMBADO.) Sí, parece que está muerto.
ADRIÁN.-No ríe, no llora, sus ojos abiertos, su boca también... está muerto, no hay duda.
CIRO.-¿Qué hará en medio de este escenario, Adrián?
ADRIÁN.-Puede que no tuviera familia y haya venido aquí a morir. Incluso podría haber sido un actor.
CIRO.-(Encendiéndose un cigarro.) Si no estuviese muerto le ofrecería uno.
ADRIÁN.-Tal vez le mato éso.
CIRO.-No seas neurasténico.
ADRIÁN.-(Tras mirar detenidamente al HOMBRE TUMBADO.) Ayer lo vi en un sueño.
CIRO.-¿El qué?
ADRIÁN.- A un hombre tirado en un escenario.
CIRO.-¿Quieres decir, Adrián, que soñaste con esto?
ADRIÁN.-Sí.
CIRO.-¿Qué pasó a continuación?
ADRIÁN.-(Se levanta.) No lo sé, sólo vi a un hombre tirado en un escenario.
CIRO.- Entonces...
ADRIÁN.-¿Entonces qué?
CIRO.-Entonces nosotros mismos tendremos que dar fin a tu sueño.
ADRIÁN.-¿Cómo?
CIRO.-No lo sé; tendremos que pensar en ello.

(CIRO sigue con la mirada a ADRIÁN que vuelve a sentarse donde estaba, y se ponen los dos a pensar en el final del sueño.)

CIRO.-Adrián, ¿no podría ser que siguieses soñando?
ADRIÁN.- No creo...
CIRO.-Puede que no hayas despertado todavía.
ADRIÁN.-No puedo poner la mano en el fuego, pero... no creo. Me imagino, Ciro, que puedes sentirte, incluso has tocado al muerto con tus propias manos.

(Vuelven a pensar.)

CIRO.-Podríamos enterrarle. Ya he visto a un par de moscas rondando por aquí.
ADRIÁN.-No podemos enterrarle en un escenario, Ciro.

(Vuelven a su posición pensativa.)

CIRO.-(Interrumpiendo.) ¿Sabes?, me has convencido de que ahora no estás soñando. Pero tú, que no le has tocado, ¿estás convencido?
ADRIÁN.-Me haces dudar.
CIRO.-Tócale.
ADRIÁN.-(Acerca su mano al rostro del HOMBRE TUMBADO y le toca.) ¡Mira, el muerto se mueve!
CIRO.-¡Vuelve a la vida!
ADRIÁN.-¡Es un milagro!
HOMBRE TUMBADO.-(Se incorpora.) Ni he vuelto a la vida, ni ha habido milagro alguno.
CIRO.-¿No estaba muerto?
HOMBRE TUMBADO.-No. Ni el Diablo me quitó la vida, ni Dios me la devolvió.
CIRO.-No puede ser. Yo mismo lo zarandeé y no despertó. Su corazón no lo sentí y su nariz y boca no expelía el más despreciable aire que un hombre puede expeler.
HOMBRE TUMBADO.-No te lleve el Diablo ni la locura y pálpame nuevamente. Siente mi corazón y nota que tomo y echo aire por despreciable que sea o te parezca a ti y a tu amigo.
CIRO.-No será necesario.
HOMBRE TUMBADO.-¿Me crees?
CIRO.-A usted no, a la evidencia.
HOMBRE TUMBADO.-No te entiendo, si crees en la evidencia has de creerme a mí.
CIRO.- Es posible.
ADRIÁN.-Es el Diablo.
HOMBRE TUMBADO.-Soy Dios.
ADRIÁN y CIRO.-¿Dios?
HOMBRE TUMBADO.-No, pero me apetecía decirlo.
ADRIÁN.-Está loco.
HOMBRE TUMBADO.-Yo no soy el que va viendo muertos por ahí.

(ADRIÁN se va. CIRO de cuclillas mira para él y para el HOMBRE TUMBADO en repetidas ocasiones. Finalmente sigue a su amigo ADRIÁN. El HOMBRE TUMBADO regresa a su posición original y vuelve a perder las constantes vitales.)




ESCENA II

(Entra un hombre desnudo con la mitad derecha del cuerpo pintada de negro y la mitad izquierda de blanco, dando saltos y retorciéndose en una danza sin música.)

HOMBRE PINTADO.-He aquí a un hombre esperando la muerte, porque su vida ya no significa nada para él. Seguramente fue feliz. Pero aquello terminó. Una nueva vida se abre ante sus ojos. Todo le será más cómodo después.

(El HOMBRE PINTADO se pone a danzar alrededor del HOMBRE TUMBADO y luego se para en seco detrás de éste. Inca una rodilla en el suelo y estira muchísimo la pierna opuesta. Acaricia con las yemas de sus dedos el rostro del HOMBRE TUMBADO.)

HOMBRE TUMBADO.-(Se despierta y se incorpora.) ¿Quién eres tú?
HOMBRE PINTADO.-Yo soy un poeta. No tengo nombre, ni padre ni madre. Sólo soy un poeta. Mi casa es la noche y soy parte de ella. Cuando ésta llega tapo mi parte blanca y descubro mi parte negra. ¡Admira ahora mis dos partes! Voy en el viento de la noche, en el agua iluminada por la luna, en la lluvia que cae en la oscuridad. Acompaño a la Muerte cuando se lleva a alguien por la noche, y custodio el alma del niño que acude a la vida en el dormitorio de la mujer preñada.
HOMBRE TUMBADO.-Eres un hombre extraño.
HOMBRE PINTADO.-Soy lo que tú quieras que sea, como tú quieras que sea. Puedo ser un dios; puedo ser un diablo. Seré un elfo para ti, un rey, una prostituta si lo prefieres. Seré el mar que te baña, el cielo estrellado que te proteja en las noches, la mirada de tu amante. Seré..., ¡un bailarín!

(El HOMBRE PINTADO se pone a danzar. Se hace la oscuridad y relampaguea con furia. El viento suena. Tras cierto tiempo así, vuelve la luz y la calma. El HOMBRE PINTADO ha desaparecido.)

HOMBRE TUMBADO.-¿Dónde estás? ¿Dónde te escondes?
VOZ DEL HOMBRE TUMBADO.-Ahora soy parte del viento y de la noche y nos vamos de aquí. No sé adónde. Nos dejaremos guiar hacia algún lugar del planeta. No importa lo que tardemos ni el cansancio del viaje. Cuando lleguemos descansaremos, haremos la oscuridad y el desasosiego. Pero volveré a ver si has muerto o no. Si has muerto guiaré tu alma y si no es así, me quedaré contigo hasta que la Muerte venga a por ti.
HOMBRE TUMBADO.-¿Morir? Yo no quiero morir. ¡No quiero morir!

(El HOMBRE TUMBADO no obtiene respuesta.)




ESCENA III

(Aparece una mujer y el HOMBRE TUMBADO mantiene un monólogo sin advertirla.)

HOMBRE TUMBADO.-Es un personaje extraño. Yo no quiero morir.

(El HOMBRE TUMBADO que está sentado, se tumba mientras la mujer lo mira.)

HOMBRE TUMBADO.-¿Quién es el idiota que desea morir? Mi vida es tranquila y sin complicaciones aquí tumbado, sin hacer otra cosa en todo el día y toda la noche.

(La mujer se acerca al HOMBRE TUMBADO y se sienta encima de él. Le besa apasionadamente.)

HOMBRE TUMBADO.-(Librándose de su boca.) ¿Qué haces? ¿Quién eres tú?
NINFÓMANA.-Soy una ninfómana. Aprovéchate de mí ya que puedes.

(La NINFÓMANA le busca nuevamente la boca y la consigue.)

HOMBRE TUMBADO.-¡Espera! ¿Te gusto?
NINFÓMANA.-Desde luego. Consígueme más tíos y lo haré con todos a la vez.
HOMBRE TUMBADO.-Pero eso... eso no es amor.
NINFÓMANA.-(Mientras le besa.) ¿Quién está hablando de amor? Hagámoslo, imbécil.
HOMBRE TUMBADO.-Espera. Parece que viene gente. Vayámonos a aquella esquina o se me cortará el rollo.

(El HOMBRE TUMBADO, señalando una esquina del fondo, convence a la NINFÓMANA y se marchan hacia allí.)

13 noviembre, 2010

600 kilómetros

Fotografía del autor


Esta vez las circunstancias me obligan a viajar de noche. Tras meter cuatro cosas en el maletero del coche y asegurar que todo está en perfectas condiciones, me pongo al volante, me amarro convenientemente el cinturón de seguridad y pongo en contacto el motor. Las luces de la ciudad me acompañan. Pronto cojo la carretera y al pasar la urbe, una oscuridad siniestra me persigue hasta el final del trayecto a Madrid unos 600 kilómetros después. Si esto no es suficiente, el virus de la gripe parece estar rompiendo las barreras de mi sistema inmunológico.

En cualquiera de los casos puedo asegurar que el viaje a Ronda a merecido la pena. He venido hasta aquí para recitar unos poemas que me han publicado y las luces y los aplausos y las dedicatorias y el estar todo el mundo pendiente de mí, me han sacado de la habitual monotonía de cada día.

Las curvas del descenso de Ronda cada vez son menos cerradas según pasan los kilómetros, pero vendrán otras mucho peores más adelante. Unas luces cegadoras que proceden de la parte de atrás, se reflejan en mi espejo interior y en los retrovisores teniendo que entornar los ojos. También llevan las largas algunos vehículos que vienen de frente; ¿para qué nos vamos a tomar la molestia de pensar en los demás? Mientras tanto, este virus traicionero va ganando la batalla: ya me ha parecido ver a la "chica de la curva" por dos ocasiones, y, aunque no tenga nada en contra suya, su aspecto desaliñado me echa un poco para atrás ofreciéndome cierta desconfianza. Y hablando de curvas, ahora, llegan las de Despeñaperros. La oscuridad es absoluta y esto está muy alto. Por el día el paisaje es espectacular, pero por la noche sólo puedes imaginártelo y es mejor no hacerlo.

Decido tomar un café en una estación de servicio a ver si me despejo un poco. La cafetería es inmensa y los únicos clientes somos mi hermano y yo. Espero que por el día esté algo más animado o no le auguro un futuro muy próspero a su dueño. Entro en el aseo y a pesar del frío que hace, me lavo la cara y la nuca. Al llegar a la barra un café humeante me está esperando. El cansancio hace que mi hermano y yo no nos terciemos ni una palabra. Regresamos al coche y, aunque no hay ganas para nada, un programa humorístico de radio nos espabila un poco sacándonos unas sonrisas y del estado catatónico en el que nos encontramos, pero sin distraerme de la carretera que esto es sumamente importante como predican las campañas de la "Dirección General de Tráfico".

No tarda en llegar una gran recta que no terminará prácticamente hasta llegar a Madrid. Esto es un inconveniente porque tal uniformidad, hace que una gran somnolencia acuda a borbotones como la caliente sangre a la boca de este vampiro hipnótico que es la noche; por lo cual, aunque me resulte incómodo, no viene mal que la carretera esté en obras para prestar más atención y entre otras cosas no llevarme por delante a algún obrero que está trabajando a horas tan intempestivas en medio de la nada, rodeado de verdes olivos, negro alquitrán y azuladas ojeras. Precisamemente uno de ellos me hace parar para cortar la carretera por un momento, teniendo que dar un frenazo porque su empresa no debe tener para renovar la ropa reflectante de sus empleados. Ahí me tiene unos cuantos minutos descansando cuerpo, mente y vista. Cuando me da paso y reanudo mi camino, el programa de radio llega a su fin regresando al anterior estado catatónico. Volvemos a enmudecer y advierto alguna cabezada furtiva de mi hermano.

Tras ver el letrero que da la bienvenida a la Comunidad de Madrid, se divisan las grandes hileras de luces que se adueñan de la ciudad. Llego a mi casa a las seis de la mañana y todavía es de noche. Aún puedo aprovechar unas cuantas horas de sueño pues a las tres de la tarde entro a trabajar siendo consciente que será una dura jornada. El pecho lo tengo completamente reventado por la tos, y parece que el extraño en mi organismo soy yo en vez del virus que de forma definitiva me tiene sentenciado. Me acurruco entre las mantas reencontrándome por fin con mi cama. Felices sueños.

01 noviembre, 2010

Del poemario EL COLOR DEL HORIZONTE




El pasado 28 de octubre fui a Ronda (Málaga) a la presentación del libro "Homenaje a Miguel Hernández en el Centenario de su nacimiento" publicado por el "Colectivo Cultural Giner de los Ríos". Ellos organizaron meses atrás un certamen de poesía, de donde salimos los cuarenta y nueve poetas seleccionados y que ahora formamos parte de este libro. Aquí dejo los dos poemas que recité en la presentación, y que integran un poemario que he titulado "El color del horizonte".

Ronda es un lugar mágico y especialmente para mí por la circunstancia personal. Fue también un acto mágico en el que su presidente, Manuel Casillas, nos hizo sentir a todos como en casa. Desde aquí mi más sincero agradecimiento a él y a todos los implicados.


I

Perderse entre los eucaliptos.
Recibir la llovizna
del cielo. Ver la ría desde lo alto
la brisa en tu rostro. Alargar una mano
para acariciar la tierra húmeda.
No pensar en nada. Ensimismarse.
Amordazar el grito y gritar los labios
sucios por la mora. Jamás apresurar el paso
y detenerse en cada rincón: contemplar.
Reconocer el  paisaje recortando la vista
en la alborada.




V

Al caer la tarde, pasear por la orilla
de la playa con los pies desnudos.
Unos tonos violaceos 
y el rumor del agua
pidiendo que le hagas el amor por la noche.
Piedras que se cruzan en tu camino
los dedos ensangrentados.
Levantar la vista dolorida
y alzarse enfrente el espigón
verde por las algas resecas.
La marea que apenas llega a cubrir las lágrimas
que se alojan en los párpados del suicida,
se dispone a subir un escalón
aullando como un lobo.