17 septiembre, 2011

Las lágrimas de Valle

Fotografía del autor


Uno de mis destinos vacacionales desde la infancia es un pueblo de Pontevedra al cual me unen lazos de estirpe. Este verano también he sido acogido por sus frías aguas saladas y dulces, sus huertas que desprenden olor a quemado, sus eucaliptos y laureles de los que una vez más me he abastecido para todo el año, sus gentes que desprenden un tono de sabiduría anclado a la tierra e, incluso, de la "Santa Compaña" que anda por estas tierras en ocasiones taciturnas. Sí, este verano también he ido allí y sigue sucediendo lo de todos los años pero cada vez más acentuado. Independientemente del mayor reclamo de turistas que es el mar, lo más atractivo  del pueblo es su casco viejo. Casas centenarias llenas de historia se hunden sin remisión. Cuatro paredes que únicamente albergan zarzas, matojos e incluso árboles; cuatro paredes que ya revientan por la más variable vegetación que quiere integrarse en la piedra.

Sin embargo esto le da un aspecto de cierto encanto y autenticidad que desaparecerá cuando también lo hagan  sus muros, cuando en su lugar levanten un espantajo sin gracia y desarraigado. Tampoco pasan desapercibidas aquellas casas a las que han levantado una planta más y que, como añadidos que son, perturban mi vista.


Exactamente no sé a quién culpar de todos estos despropósitos: al Ayuntamiento (por el cual apuesto),  a la Xunta, al Patrimonio Histórico... Tal vez todos tengan su parte de culpa. El caso que mientras tanto, este pueblo terminará por perder su identidad. El fantasma de Valle Inclán vagará por sus calles y dirá: "Max, amigo, pégame con tu bastón en todo lo alto de la cocorota y hazme perder el conocimiento... Sin resentimientos, amigo". Sí, lectores, estamos hablando de Villanueva de Arosa, pueblo natal de Valle y donde por cierto la casa que lo vio nacer ha sido propiedad de unos tíos de mi madre, estando ahora destinada a desaparecer si nadie lo remedia mientras se levanta majestuoso el pazo contiguo donde más tarde vivió.

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