25 febrero, 2011

Oídos tapados

Fotografía del autor


Hoy viernes, a primera hora de la mañana, me ha despertado la máquina taladradora de uno de los obreros que están desde hace varias semanas en el edificio colindante al mío. Es un ruido insoportable que retumba por todas las paredes y no tardarán mucho en dar golpetazos a diestro y siniestro. Como parece imposible volver a conciliar el preciado sueño, decido levantarme, eso sí, a regañadientes y con un incipiente dolor de cabeza que si no consigo neutralizar, se terminará apoderando definitivamente de mí. Me tomo un ibuprofeno y un café con leche bien cargado con poco azúcar; a estas horas no me apetece nada sólido por lo cual tengo que escuchar las quejas de mi familia.


Enciendo el ordenador para ver si me han enviado algún correo electrónico de relevancia, pero no es así y me pongo a escribir un poco. Debe haber un atasco debajo de mi casa que se oyen los pitidos insistentes de los coches. Cada uno tiene un tono de claxon distinto creando entre todos una especie de música desagradable. La concentración es nula y abandono inmediatamente el bolígrafo encima de la mesa. Visto a mi hijo, lo dejo en la silla y nos vamos dar un paseo con mi mujer. El fragor de los vehículos nos acompaña, los avisadores acústicos de los semáforos son continuos y la estridente sirena del coche de bomberos me recuerda una vez más que el parque no está a muchos metros de mi domicilio.

Ya de vuelta estoy cercado por los televisores a todo volumen de mis vecinos. Como y me marcho a trabajar librándome de la reanudación de los golpes de los obreros que perturban la siesta de los elegidos. Me monto en el autobús y el tío no es feliz si no pita a cada segundo (total soy el más grande de todos, tengo prisa y puedo hacer lo que me plazca o lo que sería más correcto, lo que se me meta en los huevos).

Otra vez en casa, ya de noche, sin olvidar que es viernes, escucho los cantos de unos chavales que han tomado dos copas de más (o tres). Escucho el rodar de unas latas o del cristal de unas litronas en el pavimento impregnado de alcohol. Ahora parece que han hecho un alto en el camino y charlan con unos cuantos decibelios de más, justo debajo de mi terraza, ubicada en un cuarto piso pero que para los efectos auditivos, da lo mismo. Y yo mientras tanto me cago, me cago con todas mis fuerzas en la contaminación acústica. Cuando por fin parece que emprenden nuevamente la marcha y la tranquilidad acude a mis oídos, la vecina de arriba empieza a mover todos sus muebles, una vez más, como si estuviese todas las noches de mudanza o de limpieza general. Y su perro se pone a ladrar poseso de la misma ira que ya se ha adueñado de mí hace varias horas. Y el camión de la basura aparece en escena raudo y veloz despertando a todo el vecindario... Entonces me levanto violentamente de la cama, abro la ventana sacando medio cuerpo fuera... y no, no me pongo a gritar porque un solo ruido más acabaría de forma irreversible con mi juicio que es lo más preciado que poseemos junto a la tranquilidad.

1 comentario:

  1. Ya será menos, David. Todo el mundo sabe que vivimos en una ciudad tranquila y sin apenas ruidos. Lo saben hasta las ratas. Aquí los borrachos cantan bajito y en los atascos los automovilistas se insultan al oído, para no molestar. Bueno, fuera de bromas, un artículo de los sentidos de verdad, y eso se nota. Escrito con soltura y genio. Una vez más felicidades.

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