02 enero, 2011

El vendedor ambulante de libros

Fotografía del autor



Hace pocos días entró en mi casa un vendedor ambulante de libros, trajeado y con un pelo engominado que en los años 90 hubiese sido moderno. Serían las doce cuando me lo encontré allí hablando con mi familia. La cosa empezó con buen pie: tras las presentaciones oportunas, volví a bajar a la calle para hacer unas fotocopias de un relato que quería presentar a un concurso. Podría haberlas hecho otro día como tenía pensado, pero me sirvió de excusa para escurrir el bulto; reconozco que nunca he tenido ganas de que alguien intente convencerme de algo cuando soy capaz de elegir por voluntad propia. Llegué de hacer las fotocopias esperanzado de no encontrarme al vendedor de libros en mi casa, pero allí seguía habla que te habla. Y en ese justo instante se torció todo: me pilló por banda y me soltó el mismo rollo que seguramente le había soltado a mi familia (a los cinco segundos ya estaba solo con él). Que si eran unas enciclopedias maravillosas en papel cuché, que si estaban valoradas en casi 5000 euros y me dejaba dos de ellas en menos de 2000... Las palabras entraban por un oído y por desgracia no salían por el otro, quedaban apresadas entre mis sesos estallando entre éstos momentos después. Aquel tío había conseguido levantarme dolor de cabeza. Yo le decía que no era posible, algo así como que la crisis también había entrado en mi hogar, y él que los casi 40 euros mensuales que costaba aquella maravillosa y premiada enciclopedia, no conducían a nada: "Fíjate, ahora he tenido que pagar por estacionar el coche", decía. "Esta obra te sale por lo que vale un café al día. ¿Me quieres decir por lo tanto, que no tienes para un café? Pues mira, no me lo creo. Si tú me dices que voy ha hacer un estrago en tu economía, yo me levanto ahora mismo de esta silla y me voy de tu casa. Pero no, no lo voy ha hacer porque sé que tienes ese euro para un café". "Pero Dios mío", pensaba yo "si eso es lo que quiero, que te marches de una santa vez y me dejes tranquilo". "A ver", decía él mientras cogía un impreso "¿Qué enciclopedias quieres? Bueno, da lo mismo... La de las profundidades marinas y la de historia que están muy bien. Tu nombre y apellidos son... tu D.N.I. es... el domicilio es... tu número de cuenta es...". Y en ese momento apareció mi mujer como por arte de magia, mi salvadora, y pude respirar profundamente. "Que no", intervino ella; "que ya le hemos dicho que no vamos a comprar nada". Aquello me sirvió de excusa para desaparecer sigilosamente e introducirme en el dormitorio. Yo, como un masoquista, oí como rasgaban un papel: "Bueno, entonces anulamos la compra. De verdad que me marcho muy apenado por no haber aprovechado esta oportunidad irrepetible. ¡¿Ves cómo son las mujeres, David?! ¡Te han dejado sin la obra que tanto te gusta! ¡Bueno, bueno, en otra ocasión será!". Y así desapareció por la puerta aquel hombre, que, al fin y al cabo, debería tener agujetas en la lengua para nada, seguramente una vez más, en su carrera de vendedor ambulante de libros.

2 comentarios:

  1. ¡Buenísimo artículo! Me encantan estos desgajes tan afilados que haces de la realidad más cotidiana. Enhorabuena.

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  2. Por cierto, se me olvidaba, algún día tendrías que hacer una exposición con tus fotos; verdaderamente sugerentes.

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