10 octubre, 2010

En el trabajo

Fotografía del autor

El autobús ya ha llegado a mi destino. Miro por última vez a mi alrededor las calles solitarias de esa mañana de sábado, hasta que den las dos de la tarde y salga disparado de allí. Aquí los sábados, poco se trabaja y al estar solo en la recepción, las horas no avanzan como sería lo deseado.

Cojo las llaves de la clínica y tras dar los buenos días al portero de la finca, abro las puertas con desgana. Bajo la escalera que me lleva al averno y una angustia empieza a apoderarse de mí a cada peldaño, a cada golpe de corazón. Subo el estor, enciendo luces, ordenadores y luego le toca el turno a los compresores que me reciben con su sonido ensordecedor en la planta de abajo. Retorno a la planta de arriba, saco el dinero de la caja fuerte, doy el agua y saco de la máquina un café que me estropea el estómago para el resto del día.

Después comienzan a aparecer las compañeras y los doctores, mostrando todos ellos sus rostros ojerosos. No tarda mucho el desfile de pacientes. Muchos de ellos son habituales y ya se puede entablar una cierta conversación con cierta confianza, pero con el punto de pelotilleo requerido al tratar con un cliente. Luego están los mas bordes: los que te observan distante, los que esperan la menor oportunidad para morderte la yugular y encasquetar en el libro de reclamaciones un escrito absurdo lleno de faltas de ortografía. Creo sinceramente, que si no se pusiesen tantas sin motivo, se les prestaría más atención a las realmente importantes. Es lo malo de estar detrás del mostrador, que sin comerlo ni beberlo, te llueven las bofetadas por todos lados y a los doctores, el motivo principal de las quejas, ni pío.

Pero decía, que de forma general los sábados son tranquilos. De lunes a viernes mi turno es de tarde y ahí las cosas cambian: somos dos en la recepción y no damos a basto. La gente (como las cucarachas que abundan por este centro sanitario) sale de cualquier rincón y el teléfono no para de sonar. Se acumula el trabajo; comienza a reinar el caos. Cuando cae la tarde, las luces blancas del techo son cegadoras; la pantalla del ordenador es cegadora; las paredes blancas son cegadoras... y ya no ves a nadie. El cansancio acude sin timidez: se agarrotan los músculos desde la espalda hasta el cuello, por donde sube toda la tensión en pequeñas pero frecuentes sacudidas eléctricas que intentan trepar hasta las sienes. Ahí afuera todo está muy oscuro. Es un buen síntoma pues significa que la jornada está terminando; la negrura se alia conmigo.

Pero hoy es sábado y no anochece; muy al contrario, el día está en todo su esplendor. Van a dar las dos de la tarde y tengo que dejar de escribir porque al fin, apreciados lectores, me largo de aquí.

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