29 agosto, 2010

ASÍ COMIENZA LA NOVELA "PODREDUMBRE"

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¿Qué sería de mi vida sin alcohol? ¿Sin una orgía de botellas por todos lados? De cualquier cosa, eso da lo mismo: vino, whisky, ginebra, cerveza… ¿Qué más da? Una noche entera ingiriendo todo tipo de bebidas alcohólicas… Después caerte medio muerto en la cama, o en el servicio lleno de vomitonas si es que pilla más cercano. La resaca terrible unas horas más tarde, pero ya acostumbrado por tantas pasadas, que casi da lo mismo; todos los días una, y cuando no la tienes celebración con una botella extra.

Mi vida ha sido tan dura. Desahuciado ya desde que nací en una gran ciudad en la que todavía vivo. Una gran ciudad que como cualquier otra, supongo, da pocas oportunidades de prosperar a un tipo como yo, sin un duro en el bolsillo, sin un trabajo estable; sin un trabajo… Encerrado en sus muros de hormigón, sin poder salir, aunque ¿para qué? ¿Para terminar aprisionado entre otros distintos? Mi padre era hombre severo, mujeriego. Mi madre gilipollas por aguantarlo. Mi padre casi no tenía ni para el metro; claro, que también le daba al prive y el dinero se terminaba por desvanecer cuando se iba de putas -hecho muy frecuente-, y le decía a mamá que no le esperase despierta, que se marchaba al prostíbulo y había una ramera nueva con mucho morbo que le daba bastante marcha. Y ahí era donde la gilipollas de mi madre le miraba a los ojos, sonreía y bajaba la cabeza. Después un portazo y el crujido de las escaleras de madera por las pisadas de mi padre, que se perdían ya por el primer piso. Últimamente recuerdo que ni siquiera se le humedecían los ojos a mi madre; simplemente, con un gesto de tristeza, se llevaba una cucharada de sopa a la boca y tras beber un poco de agua, volvía a hundir la cuchara en el plato.

Todas las noches lo mismo, mi mamuchi llorando como una tonta. Aun siendo niño, me imaginaba las dos escenas perfectamente: papá follando, riendo, riendo, follando; mete saca, mete, saca; la puta pensando: “Está loco pero su cartera rebosa de billetes.” Mamá llorando, llorando, llorando… Tanto, que terminaba llorando la sopa de muchas noches; una vez me pareció ver un fideo colgando de uno de sus ojos.

En fin, que ya tenía sobre los diez años y uno estaba más que harto -sobre todo cuando llegaba mi padre borracho y me daba una zurra sin motivo alguno-, y tomé la decisión de escaparme de casa. No aguantaba ni más palizas, ni los lloros de mi madre, ni esos polvos imaginarios. O sea que tomé la gran decisión. “Algún día volveré a ver a mamá.”, pensaba. Lo primero era coger algo que pudiera necesitar. Me llené los bolsillos sobre todo de chucherías, menuda chorrada; pero mi decisión era seria, madura aunque pudiera parecer lo contrario. Lo segundo consistía en tomar prestados unos cuantos billetes; robarlos, vamos. Tendría que entrar sigilosamente en el cuarto de mamá y papá donde este último la estaría durmiendo. No sería difícil. Me metí en la habitación y allí estaba mi padre, roncando, con la cara aplastada contra la almohada y su bigote lleno de mocos. Le cogí la cartera de los pantalones que estaban en la silla, y se la vacié. Mañana se quedaría sin putas… Lo tercero y más importante era salir por la puerta. Así lo hice.

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