21 diciembre, 2010

Navidad, Navidad, dulce Navidad...

Fotografía del autor




Se aproximan las fechas navideñas aunque ya hace casi dos meses que nuestras calles fueron vestidas de luces. En los supermercados han sido desplazados de las estanterías los productos habituales por los turrones y otros dulces típicos; los jamones decoran las paredes, los corderos las cámaras frigoríficas, y los mariscos han preferido pasar estas fiestas en la pescadería que en su mar natal.


El otro día vi a un vendedor de la O.N.C.E. disfrazado de Santa Claus, lo cual me espantó, porque este señor con rizos y espesa barba blanca no es muy de mi agrado: no teníamos suficiente con terminar de liquidar nuestra paga extra haciendo de Reyes Magos, para encima importar costumbres lejanas pero igualmente costosas.

En los días señalados llegarán las cenas opíparas (como circunstancia personal diré que es cuando menos apetito tengo, seguramente porque temo lo que se avecina) y no apetece hacer los preparativos: todos los entrantes, primeros y segundos platos más las bandejas rebosantes de turrones y nueces, ocupan toda la tarde teniendo que apresurarte especialmente en Noche Vieja, por aquello de no terminar cenando con un año más en el calendario. Mientras tanto llega a la cocina el sonido lejano de los programas especiales de televisión; todos los años iguales: famosos que cantan o lo intentan, algún programa de humor... y lo peor de todo, las galas interminables que hay después de las uvas en todos los canales y que, para mayor inri, será repetida al día siguiente en plena resaca.

Pero de momento, mañana será el sorteo de la lotería, e iré raudo y veloz hacia el televisor para ver si he sido uno de los afortunados. Después, ante mi desolación por no haber sido así, veré la alegría de los demás en las noticias que lucirán su cupón ante las cámaras. En fin, mi enhorabuena a todos ellos y feliz Navidad para el resto.

13 diciembre, 2010

El chupador de sangre

Del libro de relatos "UNOS CUENTOS"

Fotografía del autor

Yo señor, sé que no soy un vampiro. Es un deseo irrefrenable el ver a una mujer y tener que hincarle el diente en la yugular derecha o izquierda, que no tengo manías y beber el caliente líquido hasta que ésta deja de apretar mis brazos y la espicha. Entonces espero a que resucite sin ningún tipo de esperanzas: espero minutos, horas y nada. Una vez me tiré días de brazos cruzados ante el cadáver y tuve que levantar el vuelo porque el tufillo ya era considerable.
»Usted como psiquiatra comprenderá. Porque sé que no soy un vampiro ni estoy loco, pero llegado el momento la euforia me obnubila y sólo veo sangre y pierdo mi identidad sin saber quién ni qué soy. Pasados unos días comienzo a recuperarme siendo consciente que he hecho mal, que he sesgado la vida de una mujer preciosa. Pero comprenda, doctor, que no me gustan las feas y los hombres me dan un poco de asco. Qué le vamos a hacer, no lo puedo remediar. Para eso estoy aquí tumbado gastándome las pelas, intentando buscar su ayuda y comprensión.
»La verdad sea dicha, la primera vez fue desastrosa. Salí del cine de ver una de Drácula. Nunca hasta entonces había tenido la necesidad de emular al gran maestro pero hay algunas pelis que marcan. Me acerqué a una chica que había estado sentada a mi lado, y por cuestiones que no vienen a cuento explicar ahora, conseguí irme con ella a su casa. Tenía una copa en mi mano izquierda, con la otra tuve la habilidad de despojar a la chica de la parte superior de su ropa. La besé, lamí sus pechos erectos, subí por su hombro y ya a la altura del cuello abrí la boca casi hasta desencajarme la mandíbula clavando mis caninos con la mala suerte de toparme con una gran cadena con la que creí haber perdido los piños. Ella que apenas había sufrido un rasguño, saltó sobre mí y pegándome una gran somanta de palos consiguió echarme de su casa entre los más variopintos improperios.
»La segunda vez no se me presentó mejor. Ante el temor de encontrarme otra gran cadena, me fijé mejor en el hermoso cuello hallando una cadenita. Ataqué por la retaguardia. Cuando estaba a punto de apartarla descubrí que pendía de ella un pequeño y plateado crucifijo que me cegó por unos segundos. Grité y salí corriendo hacia la salida. Ya ve doctor, yo que no soy un verdadero vampiro huyendo como un poseso por un pequeño e insignificante crucifijo.
»Pero el tiempo me fue dotando de una experiencia con la que conseguí ser alguien en este delicado pero agradecido oficio de chupador de sangre. Y si tanto me gusta este oficio ¿por qué acudo a usted?, seguro que se lo estará preguntando. Pues bien, a esto le respondo que quiero dejarlo. Tengo miedo al presidio, al rechazo social, al ridículo. Desconozco si la policía me sigue los pasos pero sé que si continúo no tardaré en ser trincado. Por lo tanto espero de usted que guarde el secreto profesional igual de bien que guarda el virgo un niño de ocho años.
El psiquiatra se levantó de su asiento. Comenzó a andar de forma pausada de un lado a otro, pensativo. Sólo se escuchaban los pasos que resonaban por toda la estancia llena de diplomas. Carmelo lo observaba tumbado desde el diván: era un hombre extremadamente pálido, de ojos sanguíneos y penetrantes, alto y delgado pero corpulento.
Dentro de un rato habló por fin el psiquiatra verás el mundo de otra forma. No tendrás ese miedo que dices al ridículo ni al rechazo social. Permíteme que te sea sincero pero eres un completo desconocedor sobre la materia: ni tiene por qué ser una mujer bonita, ni debes hacer ascos a los hombres ya que no se trata de seducir si no… ¡de simple supervivencia! dijo esto último mientras se abalanzaba violentamente sobre Carmelo.
Un gran reguero de sangre oscura comenzó a manchar el diván. El psiquiatra soltó el cuello de su presa. Miró el reló de la sala y subió la persiana con cautela asegurándose que ya había anochecido. Abrió la ventana y dando un gran salto descendió tres pisos en busca de más comida.

* * *

Cuando Carmelo abrió los ojos tuvo una sensación extraña: algo así como que no era él. Al ver toda aquella sangre que era la suya no tuvo miedo como sería de esperar. Muy al contrario, le inundó un estado de serenidad del que jamás había gozado y supo en aquel justo momento que todos aquellos temores que dictaban el orden habitual de su vida quedaban ahora desvanecidos para siempre, transformados incluso, en algo de lo que sentirse orgulloso.

05 diciembre, 2010

Pisando fuerte

Fotografía del autor


Llega la primera y tal vez tardía nevada del invierno. Tras caer durante todo el día estos copos de tamaño considerable sin conseguir que cuajen, los sucede la lluvia que hace aumentar cuatro o cinco grados la temperatura. Las hojas caídas vestigios del pasado otoño, causan resbalones; pero el mayor peligro está en las alcantarillas y rejillas que como las pises estás perdido. Hace mucho frío y bañan las calles de sal para evitar estos resbalones que producen nieve y heladas; pero cuando cesan, la sal mojada persiste causando prácticamente los mismos efectos. Luego llega la desconsideración de algunos conductores que van a toda velocidad y te empapan de arriba abajo al pasar por tu lado.

Cuando el suelo es una alfombra de nieve, es gracioso ver como anda la gente: unos dar fuertes pisotones, otros posan el pie con delicadeza y la mayoría buscan las pisadas de los que se aventuraron antes por estos lugares. Según transcurre el día, la nieve virgen de las aceras torna a un aspecto negruzco ya transformada en hielo. Éste es el momento más delicado para transitar las calles, por lo que si las puedes evitar, es mejor contemplar el espectáculo a través de la ventana de tu salón acogedor. Los conductores circulan con miedo y los vehículos en ocasiones se deslizan sin ningún tipo de control asemejándose a gráciles bailarinas.

Pero hoy la nieve no ha causado semejantes estragos. La gente tan sólo se ha visto obligada al uso de gorros, guantes y bufandas para intentar preservar el calor. Los paraguas también aparecen en escena aunque de poco sirven cuando los copos de nieve juguetean con el aire y terminan colándose por todos los lados. Y los niños, ya han perdido toda ilusión por disputar batallas con bolas de nieve.

29 noviembre, 2010

Monopatines

Fotografía del autor


Aquí en Madrid, nuestras plazas han sido tomadas por los monopatines. Ya no se puede pasear por ellas con la tranquilidad de no ser arrollado por uno de estos artefactos que van destrozando bancos y oídos. En más de una ocasión, he tenido que apartarme o desviar del cochecito de mi hijo pequeño para evitar un accidente. No les vale con los lugares habilitados para tal fin y lo peor de todo es que el ayuntamiento no hace nada por evitarlo.


Las aceras han de ser para los transeúntes; las carreteras para vehículos con motor. Y menos mal que parece ha desaparecido, aquella moda impuesta hace unos años de ir enganchado en la parte trasera de un autobús con uno de estos monopatines (no sé si para ahorrarse el billete), donde no sólo se ponían ellos en peligro si no también a todos los que estaban a su alrededor.

En muchos casos no se puede hablar de chiquilladas: es sorprendente cuando ves a un ganso barbudo y con el pelo en pecho encima de una de estas tablas rodantes, luciendo bermudas tobilleras. Pasan por tu lado rozándote, con una mirada burlesca y desafiante y, claro, no puedo menos que esbozar una disimulada sonrisa cuando en ciertas ocasiones van a parar contra los duros adoquines que conforman el suelo.

Al fin y al cabo, no deja de ser una cuestión de educación: todo el mundo podría hacer lo que quisiese siempre y cuando primase el respeto, ese respeto que hoy en día está en vías de extinción. Porque créanme, yo también he sido un adolescente y jamás he faltado el respeto, ni me he metido con un anciano, ni les he empujado como estos ojos míos han visto. Una cuestión de educación...

Pero me he desviado del tema; yo estaba escribiendo sobre los usuarios de los monopatines y he terminado por referirme a los empujones a los pobres ancianos. Aunque eso sí, todo está relacionado con la educación: ésa que han de impartir los padres, los profesores, la sociedad en definitiva, que cada día nos exige más pero curiosamente saca menos de nosotros.

20 noviembre, 2010

Así comienza la obra de teatro "EL HOMBRE TUMBADO"

Fotografía del autor 




ACTO I
El escenario está libre de decorados. Tan sólo eso, un escenario.



PRIMERA PARTE
ESCENA I

(Hay un HOMBRE TUMBADO de pelo largo y cano y barba de tres días, en el centro del escenario.Viste camisón y sus pies están descalzos. Su aspecto es el de un cadáver. Decúbito supino, tieso y blanco como la leche, descurbre su rostro retorcido. ADRIÁN y CIRO entran en escena.)
ADRIÁN.-Mira, un hombre muerto.
CIRO.-¿Dónde?, no veo ningún hombre muerto.
ADRIÁN.-Allí.

(CIRO sigue sin advertirlo.)

ADRIÁN.-(Señalando.) Allí.
CIRO.-¡Ah!, ya lo veo.
ADRIÁN.-Vamos.

(Se sientan los dos al lado del HOMBRE TUMBADO, mirando hacia el público.)

CIRO.-(Agita al HOMBRE TUMBADO.) Sí, parece que está muerto.
ADRIÁN.-No ríe, no llora, sus ojos abiertos, su boca también... está muerto, no hay duda.
CIRO.-¿Qué hará en medio de este escenario, Adrián?
ADRIÁN.-Puede que no tuviera familia y haya venido aquí a morir. Incluso podría haber sido un actor.
CIRO.-(Encendiéndose un cigarro.) Si no estuviese muerto le ofrecería uno.
ADRIÁN.-Tal vez le mato éso.
CIRO.-No seas neurasténico.
ADRIÁN.-(Tras mirar detenidamente al HOMBRE TUMBADO.) Ayer lo vi en un sueño.
CIRO.-¿El qué?
ADRIÁN.- A un hombre tirado en un escenario.
CIRO.-¿Quieres decir, Adrián, que soñaste con esto?
ADRIÁN.-Sí.
CIRO.-¿Qué pasó a continuación?
ADRIÁN.-(Se levanta.) No lo sé, sólo vi a un hombre tirado en un escenario.
CIRO.- Entonces...
ADRIÁN.-¿Entonces qué?
CIRO.-Entonces nosotros mismos tendremos que dar fin a tu sueño.
ADRIÁN.-¿Cómo?
CIRO.-No lo sé; tendremos que pensar en ello.

(CIRO sigue con la mirada a ADRIÁN que vuelve a sentarse donde estaba, y se ponen los dos a pensar en el final del sueño.)

CIRO.-Adrián, ¿no podría ser que siguieses soñando?
ADRIÁN.- No creo...
CIRO.-Puede que no hayas despertado todavía.
ADRIÁN.-No puedo poner la mano en el fuego, pero... no creo. Me imagino, Ciro, que puedes sentirte, incluso has tocado al muerto con tus propias manos.

(Vuelven a pensar.)

CIRO.-Podríamos enterrarle. Ya he visto a un par de moscas rondando por aquí.
ADRIÁN.-No podemos enterrarle en un escenario, Ciro.

(Vuelven a su posición pensativa.)

CIRO.-(Interrumpiendo.) ¿Sabes?, me has convencido de que ahora no estás soñando. Pero tú, que no le has tocado, ¿estás convencido?
ADRIÁN.-Me haces dudar.
CIRO.-Tócale.
ADRIÁN.-(Acerca su mano al rostro del HOMBRE TUMBADO y le toca.) ¡Mira, el muerto se mueve!
CIRO.-¡Vuelve a la vida!
ADRIÁN.-¡Es un milagro!
HOMBRE TUMBADO.-(Se incorpora.) Ni he vuelto a la vida, ni ha habido milagro alguno.
CIRO.-¿No estaba muerto?
HOMBRE TUMBADO.-No. Ni el Diablo me quitó la vida, ni Dios me la devolvió.
CIRO.-No puede ser. Yo mismo lo zarandeé y no despertó. Su corazón no lo sentí y su nariz y boca no expelía el más despreciable aire que un hombre puede expeler.
HOMBRE TUMBADO.-No te lleve el Diablo ni la locura y pálpame nuevamente. Siente mi corazón y nota que tomo y echo aire por despreciable que sea o te parezca a ti y a tu amigo.
CIRO.-No será necesario.
HOMBRE TUMBADO.-¿Me crees?
CIRO.-A usted no, a la evidencia.
HOMBRE TUMBADO.-No te entiendo, si crees en la evidencia has de creerme a mí.
CIRO.- Es posible.
ADRIÁN.-Es el Diablo.
HOMBRE TUMBADO.-Soy Dios.
ADRIÁN y CIRO.-¿Dios?
HOMBRE TUMBADO.-No, pero me apetecía decirlo.
ADRIÁN.-Está loco.
HOMBRE TUMBADO.-Yo no soy el que va viendo muertos por ahí.

(ADRIÁN se va. CIRO de cuclillas mira para él y para el HOMBRE TUMBADO en repetidas ocasiones. Finalmente sigue a su amigo ADRIÁN. El HOMBRE TUMBADO regresa a su posición original y vuelve a perder las constantes vitales.)




ESCENA II

(Entra un hombre desnudo con la mitad derecha del cuerpo pintada de negro y la mitad izquierda de blanco, dando saltos y retorciéndose en una danza sin música.)

HOMBRE PINTADO.-He aquí a un hombre esperando la muerte, porque su vida ya no significa nada para él. Seguramente fue feliz. Pero aquello terminó. Una nueva vida se abre ante sus ojos. Todo le será más cómodo después.

(El HOMBRE PINTADO se pone a danzar alrededor del HOMBRE TUMBADO y luego se para en seco detrás de éste. Inca una rodilla en el suelo y estira muchísimo la pierna opuesta. Acaricia con las yemas de sus dedos el rostro del HOMBRE TUMBADO.)

HOMBRE TUMBADO.-(Se despierta y se incorpora.) ¿Quién eres tú?
HOMBRE PINTADO.-Yo soy un poeta. No tengo nombre, ni padre ni madre. Sólo soy un poeta. Mi casa es la noche y soy parte de ella. Cuando ésta llega tapo mi parte blanca y descubro mi parte negra. ¡Admira ahora mis dos partes! Voy en el viento de la noche, en el agua iluminada por la luna, en la lluvia que cae en la oscuridad. Acompaño a la Muerte cuando se lleva a alguien por la noche, y custodio el alma del niño que acude a la vida en el dormitorio de la mujer preñada.
HOMBRE TUMBADO.-Eres un hombre extraño.
HOMBRE PINTADO.-Soy lo que tú quieras que sea, como tú quieras que sea. Puedo ser un dios; puedo ser un diablo. Seré un elfo para ti, un rey, una prostituta si lo prefieres. Seré el mar que te baña, el cielo estrellado que te proteja en las noches, la mirada de tu amante. Seré..., ¡un bailarín!

(El HOMBRE PINTADO se pone a danzar. Se hace la oscuridad y relampaguea con furia. El viento suena. Tras cierto tiempo así, vuelve la luz y la calma. El HOMBRE PINTADO ha desaparecido.)

HOMBRE TUMBADO.-¿Dónde estás? ¿Dónde te escondes?
VOZ DEL HOMBRE TUMBADO.-Ahora soy parte del viento y de la noche y nos vamos de aquí. No sé adónde. Nos dejaremos guiar hacia algún lugar del planeta. No importa lo que tardemos ni el cansancio del viaje. Cuando lleguemos descansaremos, haremos la oscuridad y el desasosiego. Pero volveré a ver si has muerto o no. Si has muerto guiaré tu alma y si no es así, me quedaré contigo hasta que la Muerte venga a por ti.
HOMBRE TUMBADO.-¿Morir? Yo no quiero morir. ¡No quiero morir!

(El HOMBRE TUMBADO no obtiene respuesta.)




ESCENA III

(Aparece una mujer y el HOMBRE TUMBADO mantiene un monólogo sin advertirla.)

HOMBRE TUMBADO.-Es un personaje extraño. Yo no quiero morir.

(El HOMBRE TUMBADO que está sentado, se tumba mientras la mujer lo mira.)

HOMBRE TUMBADO.-¿Quién es el idiota que desea morir? Mi vida es tranquila y sin complicaciones aquí tumbado, sin hacer otra cosa en todo el día y toda la noche.

(La mujer se acerca al HOMBRE TUMBADO y se sienta encima de él. Le besa apasionadamente.)

HOMBRE TUMBADO.-(Librándose de su boca.) ¿Qué haces? ¿Quién eres tú?
NINFÓMANA.-Soy una ninfómana. Aprovéchate de mí ya que puedes.

(La NINFÓMANA le busca nuevamente la boca y la consigue.)

HOMBRE TUMBADO.-¡Espera! ¿Te gusto?
NINFÓMANA.-Desde luego. Consígueme más tíos y lo haré con todos a la vez.
HOMBRE TUMBADO.-Pero eso... eso no es amor.
NINFÓMANA.-(Mientras le besa.) ¿Quién está hablando de amor? Hagámoslo, imbécil.
HOMBRE TUMBADO.-Espera. Parece que viene gente. Vayámonos a aquella esquina o se me cortará el rollo.

(El HOMBRE TUMBADO, señalando una esquina del fondo, convence a la NINFÓMANA y se marchan hacia allí.)

13 noviembre, 2010

600 kilómetros

Fotografía del autor


Esta vez las circunstancias me obligan a viajar de noche. Tras meter cuatro cosas en el maletero del coche y asegurar que todo está en perfectas condiciones, me pongo al volante, me amarro convenientemente el cinturón de seguridad y pongo en contacto el motor. Las luces de la ciudad me acompañan. Pronto cojo la carretera y al pasar la urbe, una oscuridad siniestra me persigue hasta el final del trayecto a Madrid unos 600 kilómetros después. Si esto no es suficiente, el virus de la gripe parece estar rompiendo las barreras de mi sistema inmunológico.

En cualquiera de los casos puedo asegurar que el viaje a Ronda a merecido la pena. He venido hasta aquí para recitar unos poemas que me han publicado y las luces y los aplausos y las dedicatorias y el estar todo el mundo pendiente de mí, me han sacado de la habitual monotonía de cada día.

Las curvas del descenso de Ronda cada vez son menos cerradas según pasan los kilómetros, pero vendrán otras mucho peores más adelante. Unas luces cegadoras que proceden de la parte de atrás, se reflejan en mi espejo interior y en los retrovisores teniendo que entornar los ojos. También llevan las largas algunos vehículos que vienen de frente; ¿para qué nos vamos a tomar la molestia de pensar en los demás? Mientras tanto, este virus traicionero va ganando la batalla: ya me ha parecido ver a la "chica de la curva" por dos ocasiones, y, aunque no tenga nada en contra suya, su aspecto desaliñado me echa un poco para atrás ofreciéndome cierta desconfianza. Y hablando de curvas, ahora, llegan las de Despeñaperros. La oscuridad es absoluta y esto está muy alto. Por el día el paisaje es espectacular, pero por la noche sólo puedes imaginártelo y es mejor no hacerlo.

Decido tomar un café en una estación de servicio a ver si me despejo un poco. La cafetería es inmensa y los únicos clientes somos mi hermano y yo. Espero que por el día esté algo más animado o no le auguro un futuro muy próspero a su dueño. Entro en el aseo y a pesar del frío que hace, me lavo la cara y la nuca. Al llegar a la barra un café humeante me está esperando. El cansancio hace que mi hermano y yo no nos terciemos ni una palabra. Regresamos al coche y, aunque no hay ganas para nada, un programa humorístico de radio nos espabila un poco sacándonos unas sonrisas y del estado catatónico en el que nos encontramos, pero sin distraerme de la carretera que esto es sumamente importante como predican las campañas de la "Dirección General de Tráfico".

No tarda en llegar una gran recta que no terminará prácticamente hasta llegar a Madrid. Esto es un inconveniente porque tal uniformidad, hace que una gran somnolencia acuda a borbotones como la caliente sangre a la boca de este vampiro hipnótico que es la noche; por lo cual, aunque me resulte incómodo, no viene mal que la carretera esté en obras para prestar más atención y entre otras cosas no llevarme por delante a algún obrero que está trabajando a horas tan intempestivas en medio de la nada, rodeado de verdes olivos, negro alquitrán y azuladas ojeras. Precisamemente uno de ellos me hace parar para cortar la carretera por un momento, teniendo que dar un frenazo porque su empresa no debe tener para renovar la ropa reflectante de sus empleados. Ahí me tiene unos cuantos minutos descansando cuerpo, mente y vista. Cuando me da paso y reanudo mi camino, el programa de radio llega a su fin regresando al anterior estado catatónico. Volvemos a enmudecer y advierto alguna cabezada furtiva de mi hermano.

Tras ver el letrero que da la bienvenida a la Comunidad de Madrid, se divisan las grandes hileras de luces que se adueñan de la ciudad. Llego a mi casa a las seis de la mañana y todavía es de noche. Aún puedo aprovechar unas cuantas horas de sueño pues a las tres de la tarde entro a trabajar siendo consciente que será una dura jornada. El pecho lo tengo completamente reventado por la tos, y parece que el extraño en mi organismo soy yo en vez del virus que de forma definitiva me tiene sentenciado. Me acurruco entre las mantas reencontrándome por fin con mi cama. Felices sueños.

01 noviembre, 2010

Del poemario EL COLOR DEL HORIZONTE




El pasado 28 de octubre fui a Ronda (Málaga) a la presentación del libro "Homenaje a Miguel Hernández en el Centenario de su nacimiento" publicado por el "Colectivo Cultural Giner de los Ríos". Ellos organizaron meses atrás un certamen de poesía, de donde salimos los cuarenta y nueve poetas seleccionados y que ahora formamos parte de este libro. Aquí dejo los dos poemas que recité en la presentación, y que integran un poemario que he titulado "El color del horizonte".

Ronda es un lugar mágico y especialmente para mí por la circunstancia personal. Fue también un acto mágico en el que su presidente, Manuel Casillas, nos hizo sentir a todos como en casa. Desde aquí mi más sincero agradecimiento a él y a todos los implicados.


I

Perderse entre los eucaliptos.
Recibir la llovizna
del cielo. Ver la ría desde lo alto
la brisa en tu rostro. Alargar una mano
para acariciar la tierra húmeda.
No pensar en nada. Ensimismarse.
Amordazar el grito y gritar los labios
sucios por la mora. Jamás apresurar el paso
y detenerse en cada rincón: contemplar.
Reconocer el  paisaje recortando la vista
en la alborada.




V

Al caer la tarde, pasear por la orilla
de la playa con los pies desnudos.
Unos tonos violaceos 
y el rumor del agua
pidiendo que le hagas el amor por la noche.
Piedras que se cruzan en tu camino
los dedos ensangrentados.
Levantar la vista dolorida
y alzarse enfrente el espigón
verde por las algas resecas.
La marea que apenas llega a cubrir las lágrimas
que se alojan en los párpados del suicida,
se dispone a subir un escalón
aullando como un lobo.

25 octubre, 2010

A la salida del trabajo

Fotografía del autor


La parada de autobuses acoge más viajeros que por la mañana. Por los rostros de ellos intento adivinar (cosa no muy difícil) si también salen del trabajo como yo, entran, o van a algún lugar para disfrutar de este sábado luminoso. Yo iré a mi casa, aunque tal vez dé un paseo con mi familia antes de la comida. A estas horas también hay más circulación por lo cual la tardanza será mayor que a la ida. Después de nutrirme debidamente, sesteo convenientemente, pues esto de madrugar es malo para los párpados y la percepción de las cosas. Al despertarme una extraña pesadez psíquica y corporal me invade, dejando mucho que desear de mi psicomotricidad; pero me voy recuperando según van pasando los minutos.

Ya por la noche me tomo un par de cervezas bien frías. La televisión es extremadamente aburrida y aunque no le preste atención, el sonido de fondo llega a hastiarme. Entonces recuerdo cuando emitían buenas series como Doctor en Alaska, magníficos programas como La Clave de Balbín, en el que su aroma a pipa parecía traspasar las ondas hertzianas impregnado todo mi salón, o inolvidables concursos como el Un, Dos, Tres, aunque llegase a ser un tanto cargante en su tramo final. Antiguamente, cuando solo existían dos canales de televisión, el público esperaba ansioso a los espacios semanales. Hoy en día eso no sucede; el zapping se ha adueñado de nosotros tal vez debido a la falta de interés por lo que están echando en la multitud de canales (y claro está, por la incorporación del mando a distancia en nuestras vidas sedentarias). En definitiva, que si no hay nada mejor que hacer, prefiero observar al bicho alado que ahora mismo tengo sobrevolando mi cabeza, y que, seguramente, no tardará en quedarse plantado en la pantalla del televisor.

10 octubre, 2010

En el trabajo

Fotografía del autor

El autobús ya ha llegado a mi destino. Miro por última vez a mi alrededor las calles solitarias de esa mañana de sábado, hasta que den las dos de la tarde y salga disparado de allí. Aquí los sábados, poco se trabaja y al estar solo en la recepción, las horas no avanzan como sería lo deseado.

Cojo las llaves de la clínica y tras dar los buenos días al portero de la finca, abro las puertas con desgana. Bajo la escalera que me lleva al averno y una angustia empieza a apoderarse de mí a cada peldaño, a cada golpe de corazón. Subo el estor, enciendo luces, ordenadores y luego le toca el turno a los compresores que me reciben con su sonido ensordecedor en la planta de abajo. Retorno a la planta de arriba, saco el dinero de la caja fuerte, doy el agua y saco de la máquina un café que me estropea el estómago para el resto del día.

Después comienzan a aparecer las compañeras y los doctores, mostrando todos ellos sus rostros ojerosos. No tarda mucho el desfile de pacientes. Muchos de ellos son habituales y ya se puede entablar una cierta conversación con cierta confianza, pero con el punto de pelotilleo requerido al tratar con un cliente. Luego están los mas bordes: los que te observan distante, los que esperan la menor oportunidad para morderte la yugular y encasquetar en el libro de reclamaciones un escrito absurdo lleno de faltas de ortografía. Creo sinceramente, que si no se pusiesen tantas sin motivo, se les prestaría más atención a las realmente importantes. Es lo malo de estar detrás del mostrador, que sin comerlo ni beberlo, te llueven las bofetadas por todos lados y a los doctores, el motivo principal de las quejas, ni pío.

Pero decía, que de forma general los sábados son tranquilos. De lunes a viernes mi turno es de tarde y ahí las cosas cambian: somos dos en la recepción y no damos a basto. La gente (como las cucarachas que abundan por este centro sanitario) sale de cualquier rincón y el teléfono no para de sonar. Se acumula el trabajo; comienza a reinar el caos. Cuando cae la tarde, las luces blancas del techo son cegadoras; la pantalla del ordenador es cegadora; las paredes blancas son cegadoras... y ya no ves a nadie. El cansancio acude sin timidez: se agarrotan los músculos desde la espalda hasta el cuello, por donde sube toda la tensión en pequeñas pero frecuentes sacudidas eléctricas que intentan trepar hasta las sienes. Ahí afuera todo está muy oscuro. Es un buen síntoma pues significa que la jornada está terminando; la negrura se alia conmigo.

Pero hoy es sábado y no anochece; muy al contrario, el día está en todo su esplendor. Van a dar las dos de la tarde y tengo que dejar de escribir porque al fin, apreciados lectores, me largo de aquí.

30 septiembre, 2010

De camino al trabajo

Fotografía del autor


Un sábado a primera hora de la mañana iba en el autobús camino del trabajo. Imagínense: completamente desierto. Una mujer estaba esperando en la parada con una pequeña maleta de ruedas. Al subirse en el vehículo, el conductor la miró de arriba abajo y le prohibió la entrada. Dijo algo así: "No se permite entrar con maletas". La mujer asombrada, respondió: "En otras ocasiones no me han puesto nigún problema. Como ve no abulta nada". "Señorita, otros no sé que harán, pero la normativa es la normativa y está hecha para cumplirla. Así que por favor, bájese del autobús". Y así fue como aquella hermosa mujer, descaminó lo andado y volvió a quedarse en tierra con el que debería ser el novio o marido, que ése debería ser el problema.

Estas son las pequeñas descortesías que nos rodean en nuestra sociedad. Si aquel hombre la hubiese dejado subir, nadie le hubiese dicho nada, ni siquiera lo hubiesen advertido y no habría quedado como un jamelgo ante toda la tripulación. Y es que cosas más raras he visto pasar: como violonchelos o violas (que admito no sé distinguir) y aquí paz y después gloria.



26 septiembre, 2010

LA AZOTEA

DEL LIBRO DE RELATOS "UNOS CUENTOS"



Fotografía del autor


Alfonso contempló el paisaje desde tan alto: los árboles que desde abajo parecían gigantes que alargaban sus corpulentos brazos para tocar el cielo, ahora se transformaban en enanos achaparrados, aplastados a la tierra, encogidos como si tuvieran un dolor de barriga. El conjunto de la ciudad parecía traspasar el horizonte; no supo muy bien dónde terminaba. El ladrido del perro llegó lejano a sus oídos; el bullicio de la mañana se transmutó en el canto de la chicharra. El humo de las escasas chimeneas en activo, acariciaba sus narices para seguir ascendiendo hasta perder su forma.

Y los hombres discutían como lo hacen siempre; los coches pitaban; los carteristas sustraían las carteras con sigilo; los ladrones amenazaban con navajas; éstas traspasaban la carne en mano de los asesinos; los violadores babeaban sobre sus asustadas víctimas; los empresarios despedían a los empleados sin piedad con un gesto severo, hiriente y ridículo como lo hacen siempre... Pero ahí arriba se respiraba calma. Aquello que podía advertir Alfonso lo hacía como Dios, impasible, como si no fuese con él. Respiró la calma. Y todo se sucedía así, normal, como cualquier día; pero visto desde arriba, desde mucho más arriba a lo que acostumbraba.

Cuando se arrojó al vacío reparó en el error que estaba cometiendo: mientras el viento azotaba todo su ser, todo aquello por lo que había decidido quitarse la vida se acercaba ahora con pavor cada vez más deprisa; más y más deprisa.

16 septiembre, 2010

Del poemario INTERCALACIONES

2

Los pelos se enredan
en los seis agujeritos del desagüe.
Me dan repelús.
¡Casi tengo que apartar la vista de ahí!
Cubro mis manos con guantes de Látex,
me armo de valor,
y consigo sacar uno larguísimo.
Salgo a la ventana.
Ato un extremo del pelo
en un gancho que agujerea la cornisa.
El otro extremo lo anudo a mi garganta,
no sin antes subirme el cuello de la camisa para evitar su contacto.
Aunque el pelo no resista
el asfalto es durísimo. Agur.



6

¡Qué hermosa fístula
asoma en tu carne!
Como una boca que escupe
babas deliciosas. El volcán provocativo
que consume mi neocórtex.



10

Las esquirlas de la noche rota,
hieren a las siluetas
de los edificios
apagados.
Sus antenas, que son extremidades de monstruos,
se esconden,
mientras otras se alargan
por el pavimento azulado
con el riesgo
de terminar
crujiendo bajo un zapato.
Los árboles, fieles a su morada,
custodian la negrura que
poco a poco
escapa entre sus hojas,
que verdean una mañana más.




15

Pues sí, un día
me aplastó un exceso de ilusión.
Cayó sobre mí
como una catedral arruinada.
La ilusión
se volvió en contra mía
y se autosepultó. Y a quedado maltrecha.
Pues sí, la luz
me huye. Acude con presteza la oscuridad.
Siempre aprovecha para robarme
un trocito de vida, que se traga
para convertirse en luz,
y ocurre como un puntito de luz
en el cosmos: perdido como el náufrago.
Pues sí, mi cerebro reptiliano
engulle al neocórtex,
y tiene la necesidad de seguir
devorando salvajemente
todo lo que encuentra en su camino:
la ilusión,
la oscuridad,
la luz... y a sí mismo
aunque muera de una indigestión.

10 septiembre, 2010

UNA MAÑANA MÁS

DEL LIBRO DE RELATOS "UNOS CUENTOS"

Al levantarse de la cama, Daniel tuvo hambre. Así que se preparó una buena taza de café con leche y arrasó con gran parte de la bollería industrial que guardaba en la despensa. Cuando terminó se encendió un cigarrillo que fumó a grandes bocanadas. Después espachurró en el cenicero la colilla que pasados unos minutos todavía seguía expeliendo un desagradable olor a quemado, hasta que se puso negra y terminó por apagarse. Se dirigió al servicio arrastrando por el pasillo las zapatillas con las suelas decoradas de la pelusa que iba recogiendo por toda la casa.
Cuando terminó de asearse, alguien llamó al timbre de la puerta. Daniel torció el gesto ante tal impedimento, porque si no espabilaba llegaría tarde al trabajo. Así que fue velozmente hacia la entrada con el pijama todavía puesto. Observó por la mirilla pero no pudo distinguir a nadie: quien fuese estaba demasiado cerca de la puerta.
–¿Quién es?
–Somos de las pompas fúnebres –respondió alguien al otro lado.
–¡De las pompas fúnebres! Se han equivocado, aquí no ha ocurrido ninguna desgracia.
–Ya empezamos... –pudo oír como un susurro–. Venimos a retirar el exitus de don Daniel Bravo.
–Pero ¿qué clase de tomadura de pelo es ésta? –dijo enfadado mientras abría la puerta–. ¡Por su culpa voy a llegar tarde al...!
Daniel tuvo que parar la reprimenda en seco al ver aquella pavorosa escena. No pudo contener un pequeño grito aspirado al ver a los miembros de la funeraria: dos esqueletos vestidos con unos trajes negros y unas corbatas del mismo color bien ceñidas a sus cervicales.
–Lo mejor será que no discutamos sobre este asunto aquí en las escaleras –propuso uno de los elegantes esqueletos.
Daniel seguía observando fijamente aquella escena, paralizado, creyendo que aún no había despertado completamente. Los esqueletos cargaron con el ataúd y se dispusieron a hacerlo entrar en el piso.
–Con su permiso –dijo uno de ellos–. No es muy apropiado dejar esto aquí afuera... Apártese un segundito no le vayamos a lastimar. Muchas gracias, muy amable.
Daniel tragó saliva, y en vez de salir corriendo decidió meterse en su casa y aclarar el asunto con aquellos señores que al fin y al cabo, pese a su aspecto, parecían de trato cortés. Así que cerró la puerta tras de él, produciendo un ruido sepulcral como el golpe de una losa.
–¿Qué... qué quieren de mí?
–Es usted el señor don Daniel Bravo, ¿cierto?
Daniel quedó unos segundos en silencio pensando si lo más adecuado era decir la verdad.
–Sí –dijo por fin.
–Pues entonces, como ya le dijimos anteriormente, no nos queda más remedio que llevárnoslo. Comprenda que ése es nuestro deber...
–¿Pe... pero no ven que estoy vivo?
–Por favor, caballero, no nos lo ponga más difícil. Entendemos que aún no asimile su desgracia, pero cuantas más trabas nos ponga más tarde acabaremos nuestro trabajo y más escabroso le resultará todo esto a usted. Intente comprendernos, caballero. Ahora no se preocupe lo más mínimo y quédese donde está que nosotros le trasladaremos hasta el ataúd.
Los dos esqueletos se acercaron a Daniel, despacio, como intentando no asustarle. Cada uno le agarró de un brazo mientras le daban palabras de aliento.
–¡Dé... déjenme en paz! Suéltenme les digo –dijo esto último quejumbroso, como un murmullo sin fuerzas.
–Usted no entiende... Déjenos hacer nuestro trabajo.
El timbre de la puerta hizo girar a los tres la cabeza que ahora sonaba como intentando hacer despertar a Daniel de aquella terrible pesadilla.
–¿Se da cuenta? –dijo uno de los miembros de la funeraria– nos van a llamar la atención por hacer tanto ruido. Ande, tranquilícese, ya voy yo a abrir la puerta.
Un hálito de esperanza se instaló en el gesto de Daniel al ver a su madre al otro lado de la puerta. El dedo descarnado del trabajador de las pompas fúnebres señaló a Daniel y la madre, llorando, fue corriendo hacia él hasta que por fin lo pudo abrazar.
–¡Ay, hijo, qué desgracia!
–¡Haz algo mamá! ¡Sácame de aquí!
–¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! He intentado venir lo antes posible cuando me he enterado. ¡Qué disgusto, Señor!
–Pero ¿qué diablos dices, mamá? ¿Tú tampoco te das cuenta de que estoy vivo? ¡Sácame... sácame de aquí!
–...mira que te lo advertía: hijo, no fumes tanto. Bebes demasiado. Tienes que cuidarte más, Daniel. Pero tú nada, como si no escuchases... Y las comidas tan fuertes que te metías para dentro, ¿qué me dices de eso? Pero tú dale que te dale...
Daniel quedó trastornado, pero sacando fuerzas de flaqueza, consiguió levantarse de la silla en donde había tomado asiento y salió corriendo hacia la puerta. Intentó girar el pomo pero éste no cedió. Uno de los esqueletos le mostró la llave. Ante aquella adversidad fue hacia una de las ventanas, pero en cuanto vio la altura recordó que vivía en un 5º. La fuga no era posible, estaba encerrado sin ningún tipo de esperanza. Apoyado en una pared se fue desmoronando lentamente hasta que terminó sentado en el suelo, sudando, recuperando poco a poco la respiración y con la mirada que tanto había cautivado a las mujeres, ahora perdida en la nada.
Los miembros de la funeraria avanzaron hacia él sin ningún tipo de prisas. Mientras uno le cogió por debajo de los brazos, el otro lo hizo por debajo de las rodillas. No sin poco esfuerzo, se lo llevaron hacia el ataúd con el continuo lloro de fondo de la madre que ahora se hacía notar más. Pusieron la tapa del ataúd y a Daniel se le hizo la oscuridad.
–No se preocupe, señora, en el tanatorio podrá volver a ver a su hijo si lo desea.
Cargaron con el ataúd y lo bajaron cuidadosamente por las escaleras procurando no tropezar. Al pasar por el portal, se apiñaban los vecinos con sus miradas curiosas que iban apartándose al paso de la comitiva. De cuando en cuando salía del interior de éste algún ruidillo que se apagaba entre las paredes de cinc. El portero volvió a dar el pésame a la madre mientras bajaba la vista.
Era aquélla una mañana cálida que prometía un buen día cuando introdujeron a Daniel en el coche fúnebre. El motor se puso en marcha; el destello de un intermitente hizo que algunos vecinos se metieran nuevamente en sus casas o se dispusieran a marcharse a sus trabajos, o a la compra, o a por la prensa. El coche ya no era más que uno de los muchos que circulaban por ahí esa hora punta.

05 septiembre, 2010

¡Otra vez!

Las vacaciones han acabado para la mayoría pero el calor continúa. Vuelven la monotonía, los atascos circulatorios, la gente que se te cuela en las tiendas, las caras grises de jefes, personal y clientes... y casi todos estamos envueltos en ese síndrome post-vacacional que antaño ni siquiera se mencionaba. Vuelven los rostros ojerosos, la vista lacerada al ver que aún queda un largo año para el próximo asueto. En unos días todo permanecerá muy atrás olvidando pronto el reciente descanso, que quedará incrustado en nuestro recuerdo como un reflejo o un sueño del que despertaremos para volver al mundo real que tan ajeno nos parece.

Como dijo Raymond Roger: "El trabajo cansa. Eso prueba que el hombre no está hecho para trabajar". Tampoco le faltaba razón a Victor Hugo: "El trabajo endulza la vida; pero no a todos les gustan los dulces".

29 agosto, 2010

ASÍ COMIENZA LA NOVELA "PODREDUMBRE"

1


¿Qué sería de mi vida sin alcohol? ¿Sin una orgía de botellas por todos lados? De cualquier cosa, eso da lo mismo: vino, whisky, ginebra, cerveza… ¿Qué más da? Una noche entera ingiriendo todo tipo de bebidas alcohólicas… Después caerte medio muerto en la cama, o en el servicio lleno de vomitonas si es que pilla más cercano. La resaca terrible unas horas más tarde, pero ya acostumbrado por tantas pasadas, que casi da lo mismo; todos los días una, y cuando no la tienes celebración con una botella extra.

Mi vida ha sido tan dura. Desahuciado ya desde que nací en una gran ciudad en la que todavía vivo. Una gran ciudad que como cualquier otra, supongo, da pocas oportunidades de prosperar a un tipo como yo, sin un duro en el bolsillo, sin un trabajo estable; sin un trabajo… Encerrado en sus muros de hormigón, sin poder salir, aunque ¿para qué? ¿Para terminar aprisionado entre otros distintos? Mi padre era hombre severo, mujeriego. Mi madre gilipollas por aguantarlo. Mi padre casi no tenía ni para el metro; claro, que también le daba al prive y el dinero se terminaba por desvanecer cuando se iba de putas -hecho muy frecuente-, y le decía a mamá que no le esperase despierta, que se marchaba al prostíbulo y había una ramera nueva con mucho morbo que le daba bastante marcha. Y ahí era donde la gilipollas de mi madre le miraba a los ojos, sonreía y bajaba la cabeza. Después un portazo y el crujido de las escaleras de madera por las pisadas de mi padre, que se perdían ya por el primer piso. Últimamente recuerdo que ni siquiera se le humedecían los ojos a mi madre; simplemente, con un gesto de tristeza, se llevaba una cucharada de sopa a la boca y tras beber un poco de agua, volvía a hundir la cuchara en el plato.

Todas las noches lo mismo, mi mamuchi llorando como una tonta. Aun siendo niño, me imaginaba las dos escenas perfectamente: papá follando, riendo, riendo, follando; mete saca, mete, saca; la puta pensando: “Está loco pero su cartera rebosa de billetes.” Mamá llorando, llorando, llorando… Tanto, que terminaba llorando la sopa de muchas noches; una vez me pareció ver un fideo colgando de uno de sus ojos.

En fin, que ya tenía sobre los diez años y uno estaba más que harto -sobre todo cuando llegaba mi padre borracho y me daba una zurra sin motivo alguno-, y tomé la decisión de escaparme de casa. No aguantaba ni más palizas, ni los lloros de mi madre, ni esos polvos imaginarios. O sea que tomé la gran decisión. “Algún día volveré a ver a mamá.”, pensaba. Lo primero era coger algo que pudiera necesitar. Me llené los bolsillos sobre todo de chucherías, menuda chorrada; pero mi decisión era seria, madura aunque pudiera parecer lo contrario. Lo segundo consistía en tomar prestados unos cuantos billetes; robarlos, vamos. Tendría que entrar sigilosamente en el cuarto de mamá y papá donde este último la estaría durmiendo. No sería difícil. Me metí en la habitación y allí estaba mi padre, roncando, con la cara aplastada contra la almohada y su bigote lleno de mocos. Le cogí la cartera de los pantalones que estaban en la silla, y se la vacié. Mañana se quedaría sin putas… Lo tercero y más importante era salir por la puerta. Así lo hice.

MI INCONFORMISMO

Cuando escribí este poemario, residía en una isla -la cual me evitaré mencionar para no herir sentimientos- donde queda plasmado mi más absoluto malestar de los cuatro años insufribles de estancia. Ninguna persona que había ido a trabajar allí desde otros puntos de España, quedaba indiferente en aquel lugar. No existían las medias tintas: amor u odio, se acabó. Y lo mío era odio. Odio a un espacio tan reducido que me producía una fobia continua, odio a su viento inagotable, odio a su polvo...

Pero no me considero negativo. ¿Inconformista?, muy posiblemente. Cierto es que siempre me han obsesionado algunas cosas como son la muerte, el estancamiento o el ver pasar la vida sin haberla aprovechado. Pero al fin y al cabo ¿quién no tiene estos temores?






DEL LIBRO "APRETADOS ESTÁN LOS DIENTES"



Cada pisada mía
es como una pisada en la arena del desierto
aunque pise los duros adoquines de la calle,
aunque pise las chinas volcánicas
que pueblan los valles,
los campos,
las microciudades.
Camino circunstante
y ya no sé si seguir en la calle
o irme a mi microcasa. Todo me aburre tanto...
Pero ¿qué se puede hacer
con un único día libre a la semana
después de haber trabajado de diez
a doce horas diarias?:
limpiar la casa,
curiosear las tiendas del centro comercial,
dar paseos por las microciudades
o los pueblos que no son pueblos,
irte de marcha a garitos
llenos de guiris, propiedad de guiris, atendidos por guiris;
dormir...